Ole Bornedal debutaba en 1994 con El vigilante nocturno, una de esas pequeñas joyas de la cinematografía danesa de la que él mismo dirigiría un ‹remake› tres años después del éxito festivalero de ésta, y en la que nos introducía en los primeros pasos de un muchacho en su nuevo trabajo: ser el vigilante de la morgue. Con un pretexto tan suculento entre manos, Bornedal no lo desaprovechó y logró uno de esos trabajos que son lo que son no únicamente por sentar una base entorno a una premisa de lo más interesante, sino también por conocer cómo jugar a la perfección con el lenguaje metatextual y encontrar en él la complicidad de un espectador que raramente esperaría algo así de una cinta como El vigilante nocturno.
Es a través de ese lenguaje como, soterradamente, Bornedal nos conduce a un diálogo e inicia un juguetón escarceo con el espectador desmantelando sus cartas y, aunque su factura parece alejarla de esos thrillers típicos que uno ya conoce como la palma de su mano, empieza a manejar sus bazas como mejor sabe con secuencias que nos retrotraen a esas películas malas de las que parece hablar su protagonista, engarzando momentos que, aunque acompañados por una tensa y desasosegante atmósfera que no quiere abandonar el film, nos sitúan en el escalafón más alto de una propuesta que se desvela como el juego impuesto entre esos dos protagonistas por mera diversión. Puede ser ese el mismo motivo que empuña el cineasta danés para su primera incursión en un terreno donde, más allá de reconstruir esas mentadas secuencias tan típicas del estilo, evade una mixtura de géneros que fácilmente podría haberlo llevado al cine de terror o, más concretamente, al ‹slasher›, pero que Bornedal decide esquivar con una estructura bastante alejada de ese precepto.
El juego del falso culpable se inicia así con una galería de personajes en la que no faltan comportamientos arbitrarios o extraños para otorgar al espectador un rompecabezas que, desgraciadamente, no trasciende; y no lo hace puesto que mientras en el aspecto formal El vigilante nocturno se muestra firme, aunando un tono de lo más consecuente e incluso evitando baterías de imágenes cuando lo fácil hubiese sido recurrir a ellas, es en la configuración de un guión ciertamente ingenuo, que otorga pistas demasiado evidentes al espectador, donde se desmonta una trama que probablemente no es lo que más importancia posea en el film, pero de la que se podría haber sacado un partido mucho mayor de cuidar esos aspectos que en el guión de Bornedal resultan más cándidos de lo habitual y exponen la conclusión mucho antes de su final, hecho que quizá se hubiese podido evitar mostrando con anterioridad el rostro asesino y dejando que ese mentado juego de falsos culpables funcionase como eje para bailotear en la cabeza del protagonista y poco más.
No obstante, es la autoconsciencia y, en cierto modo, la ambigüedad de un trabajo así lo que termina irguiéndose como principal complemento de una contexto donde, pese a no encontrar más matices humorísticos ni una negrura que le habría venido de maravilla al asunto, sí obtenemos un conjunto compacto que encuentra su catarsis en esos minutos finales donde retoza en lo escabroso pero, en especial, se termina de forjar ese pacto ficcional con el espectador gracias a una última secuencia que si algo confirma es que Bornedal no estaba más que recreándose en las constantes de un género que descubre aquí cómo depurar todos los males contenidos en él sin necesidad de entregarse a una trama original o impactante, revelando el debut de dos piezas claves en el cine nórdico de los últimos años: Ole Bornedal y Nikolaj Coster-Waldau.
Larga vida a la nueva carne.