Cómo pasa el tiempo, pensará más de uno. Yo el primero. Si alguno de esos tenía memoria cuando se estrenó El vigilante nocturno en 1994, hace 30 años, no le quiero ni contar. Por aquel entonces, el éxito de esta película danesa fue tal que sirvió de trampolín internacional para, como mínimo, Ole Bornedal, el director y guionista que tres años después dirigiría a Ewan McGregor y Patricia Arquette en La sombra de la noche, ‹remake› considerado inferior al original, pero igualmente perturbador. Porque eso intuyo yo que es lo que intentaba ser El vigilante nocturno en los 90. El suspense, por aquel entonces, estaba protagonizado en la versión original por Nikolaj Coster-Waldau, Sofie Gråbøl, Kim Bodnia y Lotte Andersen, entre otros. Todos, aunque no recordemos sus nombres, rostros conocidos y reconocibles de las películas y series producidas en Dinamarca y alrededores.
El vigilante nocturno: Demonios heredados recupera a casi todos los personajes que tan buenos resultados dieron a la primera parte —excepto al de Sofie Gråbøl, de cuya ausencia surge esta continuación—, pero, para incomprensión de los fans de la primera, para que el espectador que les hubiera cogido cariño no entienda la poca importancia que tienen en la actualidad. Es como si, en el desarrollo de la idea para esta segunda parte, Bornedal dudara entre repetir paso a paso la fórmula que tan bien funcionó en la primera parte (como si fuese un nuevo ‹remake› modernizado) o entre retomar las historias de los protagonistas, ahora maduros, y centrarse en los efectos y consecuencias de haber vivido un suceso traumático.
Y todo eso se nota. Cuando es siniestra, echas de menos que no lo sea más a menudo, abrazando ese tono durante al menos la hora final de su metraje. Cuando es melancólica, triste y busca la redención de los protagonistas, echas de menos que no se centre en el dolor de los que han pasado por todo el horror en la primera hora. Entre medias, escenas de terror efectistas (pero poco imaginativas), introducciones que no van a ninguna parte sobre los nuevos protagonistas (liderados por Fanny Bornedal) y el misterio que tanto triunfa en las series de intriga policiaca que producen Netflix y otros con asiduidad: ¿quién de todos los presentes es el malo de verdad? Y aquí, como buenos expertos que son en la materia, es donde funciona mejor El vigilante nocturno: Demonios heredados. Es, dada su duración y el exceso de irrelevancia que no hacía falta añadir para dar más contexto (en especial del universitario), una obra desigual. Bastante mejor como thriller nórdico a la vieja usanza que como película de terror. Más interesante cuando se vuelve intimista que cuando busca el suspense, pero porque tanto de lo primero como de lo segundo se tiende a quedar corto cuando lo quiere explotar. De hecho, la expectativa de una hora introductoria que nos llevará hacia cualquier territorio puede dejar vacío a más de uno. En cambio, aceptar la construcción calmada de la historia puede resultar en un estado de ánimo algo más agradecido.
No destaca especialmente en ninguno de los dos géneros de los que bebe directamente. Mantiene, en general, el sello nórdico que uno se espera en una producción danesa como esta, ofreciendo una ambientación fría y siniestra, pero se pierde en el retrato de la nueva juventud —Ole Bornedal dirigió la original con 35 años y ahora ya tiene 65— con la clara intención de confundir al espectador a la hora de prever qué víctimas habrá o si puede anticipar alguna que otra triquiñuela. Intuyo que, como ejercicio de nostalgia de la primera película, puede tener su encanto. El de volver a ver a Nikolaj Coster-Waldau y Kim Bodnia, por ejemplo, aunque al segundo yo lo ubique gracias a la serie El puente (Bron) y al primero por, claro, Juego de tronos. Una lástima que, en medio del homenaje a los personajes protagonistas de la primera película, se empiece a derrumbar todo el castillo de naipes que intenta construir en forma de demasiado mejunje que se queda en nada. Aunque emocionante por momentos, otros provocan la pérdida del interés de lo demás. Estas pausas o tiempos muertos acaban siendo más bien altibajos. Lo que habría servido para recuperar el aire si Ole Bornedal hubiese buscado aterrorizarnos (al encontrarnos en un estado más cercano al trauma), no sirve porque la calma previa y posterior a las tormentas que nos lanza suele llevar a una insensibilidad de los estímulos externos opuesta a lo pretendido con el regreso a la morgue de todos los demonios.
Casi empiezo haciendo una broma sobre cómo Ole Bornedal está en contra de ir a terapia (y ni te digo ya de ir al psiquiatra), pero me conformaré con decir que al propio director no le interesa lo más mínimo que nadie entre sus personajes supere sus traumas. Supongo que así se podrá hacer una tercera parte en 30 años otra vez.