El viento que arrasa (Paula Hernández)

La palabra como medio y como fin último. Un mecanismo que el Reverendo Pearson domina a la perfección, y que expande a raíz del recorrido que realiza junto a su hija, Lena. Ella, consciente de un rol que no es solamente testimonial y que debe contribuir en una labor esencial para su progenitor, observa con detalle entre bambalinas mientras la “función” discurre entre otro de los soliloquios de su padre. Paula Hernández pronto desvela en dicha relación una ambivalencia que puede que no se traslade en grandes gestos, pero va extendiendo soslayadamente a lo largo del metraje, y dota de una extrañeza manifiesta al relato: no son necesarios enfrentamientos o disputas para comprender que Lena posee una perspectiva distinta por más que siga a pies juntillas las enseñanzas y mandatos dispuestos por su padre. La cineasta argentina traza en torno a dicha condición una relación que, sin llegar a desgranarse con la ambigüedad que podría desvelar —el film desliza matices muy determinados e incluso algún elemento, como esa cinta que la mayor parte del tiempo deviene una suerte de ‹mcguffin› desde el que señalar esa distinta naturaleza por la que se rige personaje de Lena—, otorga los incentivos suficientes al relato para no caer en una planicie que se podría haber sustraído con facilidad de ese retrato sobre el fanatismo y los distintos engranajes que lo impelen; y es que al fin y al cabo El viento que arrasa expone una crónica que, aún aportando estímulos a ese acercamiento repleto de opiniones encontradas entre el Reverendo Pearson y el dueño de un taller apodado ‘El Gringo’, ni siquiera posee aristas desde las que hacer germinar una disparidad más que patente, aunque termine hallando derivas en un componente psicológico que se afianza sin la suficiente fuerza (y apenas espacio) en un conato de thriller.

La autora de obras como Los sonámbulos tiene, ante todo, claro un propósito que recoge su razón de ser en el texto, desde el cual los distintos personajes irán mostrando su naturaleza y, por ende, una confrontación de ideas desde las que sostener esos vínculos que, si bien hacen que el ambiente permanezca invariable, sin aportar un ápice de tensión, dotan de cierta dimensionalidad tanto a la narración, encontrando pasajes desde los que desentrañar una humanidad soterrada por la discursiva imperante del padre de Lena, como al propio relato. El viento que arrasa sustrae de ese antagonismo que irá impregnando cada recoveco de dicha crónica los matices necesarios para llegar al estallido de un tercer acto donde, a raíz del obstinado carácter del Reverendo Pearson, ese juego de apariencias destinado a sostener una cordialidad en realidad ficticia se desmoronará definitivamente.

Cabe destacar, en la construcción sostenida por esos diálogos que vienen y van, que perfilan y tallan el temperamento de los distintos personajes, la labor de un elenco en el que ya no sorprende descubrir réplicas de altura tras nombres de las tablas y el talento de Alfredo Castro o Sergi López, pero que halla en la joven Almudena González, y en el modo en cómo traza sinuosamente un papel donde cada mirada posee la intencionalidad adecuada, uno de los mayores alicientes del film de Paula Hernández; todo ello sin obviar la presencia de Joaquín Acebo, cuyo rol es leído a la perfección por el debutante. Con ello, El viento que arrasa compone un alegato acerca de cómo el dogma lo sofoca todo a su antojo, actuando como espejo deformante de una libertad que termina llegando, pero sin saber si será suficiente como para impedir que ese viento al que alude a su título continúe arrasándolo todo a su paso.

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