Ignoro si William Wyler y Dalton Trumbo, respectivamente director y guionista (no acreditado) de la deliciosa Vacaciones en Roma (1953), eran conscientes de que estaban dando la forma más comercial a todo un subgénero de tintes cómicos ambientado en el período vacacional, que a pesar de contar con precedentes ilustres pero menos ligeros —pienso en el mediometraje Una partida en el campo (1936) de Jean Renoir—, no pareció popularizarse hasta dicha joya del Hollywood clásico. Sin duda, todo ello entronca con la denominada “literatura de viajes”, acuñada en el siglo XVIII, y dedicada a la narración del periplo del escritor en un contexto diferente —a menudo, muy exótico y lejano, pero también próximo aunque ignoto— para contraponer ambos estilos de vida. Un tipo de libros que, también, cuenta con antecedentes —léase el emblemático Los viajes de Marco Polo— y que se ha extendido a nuestros días (eso sería, por ejemplo, Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela).
Sea como fuere, en la actualidad son innumerables los filmes, tanto en el cine más mercantilista como en el de autor, que giran en torno a las vivencias de un personaje central —generalmente, femenino— mientras veranea en un determinado contexto ajeno a su cotidianidad; un hecho este que desencadena una serie de encuentros que propician el autoconocimiento del/de la protagonista o el satori personal.
Por otro lado, otro subgénero muy repetido, y sin duda también ampliamente conocido, es el de las reuniones familiares, en las que el reencuentro de los miembros distanciados de un clan, con motivo de un suceso notable o puntual (un aniversario, un funeral, una boda, una enfermedad grave, una festividad del calendario…), suele hacer aflorar secretos ocultos por largo tiempo o bien rencores, envidias y decepciones latentes en el seno de la supuesta “estructura sostén” de la sociedad. Dos ejemplos paradigmáticos serían Celebración (1998) de Thomas Vinterberg o Tres dies amb la família (2009) de Mar Coll.
En definitiva, tanto las que retratan el choque cultural durante un viaje como la reunión de personas que poco o nada tienen en común salvo los lazos sanguíneos, se trata de obras que reflexionan sobre los grandes temas de la vida —la madurez, el paso del tiempo, el amor, las ilusiones perdidas, la brevedad de la existencia, la falsedad de las apariencias…— mediante experiencias concretas y tangibles, de forma que suelen ser accesibles a todo tipo de audiencias; otra cosa es, por supuesto, que la intencionalidad de su autor le imprima un tono alegre o triste, intimista o espectacular, profundo o banal, entrañable o crítico, que finalmente decanta la balanza hacia una clase de espectador u otra.
En este sentido, El verano de May, de Cherien Dabis, y desde su mismo título, no esconde su adscripción genérica, como tampoco las notas autobiográficas de la historia. De hecho, la directora es asimismo la responsable del guion y la actriz que encarna a la protagonista de la cinta, May, con quien comparte su condición de estadounidense de origen palestino. Todo ello explica la autenticidad que desprende la película, muy agradable de ver a pesar del cúmulo de tópicos que saturan su guion, igual que le acontecía al filme más endeble de Wes Anderson, Viaje a Darjeeling (2007), también una mixtura de ambos subgéneros.
Dicho guion, por otro lado, logra sus mejores momentos cuando da preeminencia a las situaciones cómicas, pero naufraga irremediablemente cuando se trata de abordar cuestiones más serias. Y ello sucede, no tanto porque los diálogos no estén bien escritos, o los personajes no sean plausibles, o el desarrollo argumental devenga inverosímil, sino porque no hay absolutamente nada original en ellos, esto es, nada que no se haya repetido ad nauseam en ambas categorías señaladas de filmes.
Lo cierto es que, si pese a ello, sus casi 100 minutos de metraje transcurren con amenidad y rapidez, es básicamente por la realización de Dabis, que realza con su acertada elección de los planos y los encuadres una trama predecible y saturada de lugares comunes. Como muestra de ello, aludir al excelente arranque de la película o a la bella secuencia desde el trayecto nocturno de May en un coche junto a Karim (Elie Mitri) hasta el amanecer en el desierto. Dichos momentos, aparte de algunos ingeniosos gags, permiten disfrutar de la cinta a pesar del defecto de raíz de la misma.
Y es que, en esta línea, resulta evidente que la realizadora pretendía mostrar al público yanqui que el pueblo palestino conforma un universo mucho más complejo que el mostrado por los medios de comunicación americanos; que no todo son atentados suicidas, mujeres oprimidas, odio antisemita o pobreza; que la intolerancia religiosa no solo es cosa de los musulmanes, sino también de los cristianos; o que, en definitiva, en muchas zonas del mundo árabe las personas de ambos sexos llevan una vida no muy diferente a la de cualquier estadounidense de a pie.
Sin embargo, un propósito tan refrescante y encomiable no adopta el enfoque diferente y original que habría casado mucho más con el mismo, sino que parece la deconstrucción de la típica producción hollywoodiense de esta clase de piezas —estilo A casa por vacaciones (1995) de Jodie Foster o Bajo el sol de la Toscana (2003) de Audrey Wells— con un aliño de exotismo, una pizca de producción independiente y modesta, un aroma de didactismo y un rebozado de dirección elegante e impecable, lo que la hace idónea para ese público que entiende por cine de autor aquel que, en el fondo, es solamente cine comercial hecho con buen gusto.