Me arriesgo a decir que El vacío (aquella que conocí en Sitges como The Void) es una película de amor. Hay amor por todas partes. No simplemente porque el bombeo de corazones implique que la sangre borbotee salvajemente desde las víctimas. No porque el rojo nos mantenga alerta y permita que la agonía más gore sucumba como una performance artística. El vacío es la perfecta película de amor que han dedicado Jeremy Gillespie y Steven Kostanski al cine de terror, sci-fi y suspense de antaño, a sus grandes directores, a las mejores ideas que ha vertido la imaginería cinéfila.
Gillespie y Kostanski (aunque suene a dúo detectivesco) adoran, aman y enaltecen todo lo que nos fascina y por momentos nos conquistan con el primer trabajo que firman juntos en la dirección —antes ya escribieron a cuatro manos Manborg dirigida por el segundo—.
Rápida e inesperada, así se podría definir (además de ‹lovable›) El vacío, porque desde su inicio nos ofrece un alterado seguimiento de los sucesos que se mezclan, interfieren entre ellos, algo que nos lleva a la pérdida de la conciencia temporal. Un exceso de información siempre fiel al concepto de caos que nos quieren demostrar sus directores.
La película comienza en un punto alto y decide mantener ese ritmo, incluso superarlo, durante toda la película. Es una de esas ocasiones en las que, pese al concepto de terror, tenemos permiso para empatizar con el policía, el nexo de unión de todo tipo de inesperadas apariciones. Porque así se mueve el film, con el sobresalto. Siempre hay tiempo para volver atrás y retomar el hilo de cada personaje.
Sin duda la intención es sorprender, y aunque en ocasiones la trama es puro fango (por profundizar en un tema del que no siempre tenemos los datos), mantiene la tensión por saber cómo encajan todas las piezas. El efecto puzzle combina el nerviosismo de los incautos con la tensa calma de los atacantes, donde aprovechan para romper una de las máximas del terror: el acecho. Porque poco a poco pierde las barreras de interior-exterior para no dejar a nadie a salvo en ninguna parte.
Su gran logro es volver a las bases del horror. No todo son subidas de tono y fantasmas digitales, los grandes hitos de la actualidad cinéfila, muchas veces el convertir al mal en objeto convence y en El vacío todo es palpable. El retorno a las maquetas, marionetas, disfraces, maquillaje, la verdadera materialización del monstruo es algo tremendamente seductor. No se conforman con emular, deciden crear en un punto donde no hay definición entre lo sobrenatural y lo extraterritorial, cuando todo tipo de detalles visuales y escabrosos asoman y el gore más basto y pegajoso hace acto de presencia. El espacio juega otro importante papel. Un coche de policía, un bosque, un hospital y el inframundo. Los espacios favoritos de cualquier entusiasta. La conjugación de todos estos elementos hacen que la película supere la necesidad de significado y rompa el concepto triangular de esta fiesta de máscaras.
Debo insistir en que El vacío es el gran abismo donde caerán rendidos los fans del género y del ayer, aquellos que mantienen la mente abierta para descubrir a dos directores que esperamos tengan todavía mucho que decir.