Claude Lanzmann dirigió a mediados de los ochenta el documental definitivo sobre el exterminio judío perpetrado por el nazismo y sus aliados en Shoah (“aniquilación” en hebreo), película de más de 500 minutos donde se entrevistaba a varios supervivientes (y un verdugo) de los campos de la muerte realizando sus quehaceres diarios, como el siempre recordado peluquero.
30 años más tarde, Lanzmann sigue recuperando y montando algunas entrevistas que se quedaron fuera de la versión final de su obra más famosa. Así llega El último de los injustos, donde el cineasta recupera las entrevista que realizó en Roma en 1975 a Benjamin Murmelstein, el único presidente de un consejo judío que sobrevivió al exterminio y la guerra.
Estamos ante un documento único sobre el campo de concentración de Theresienstadt, tristemente conocido por ser el escaparate del nazismo ante la opinión pública, del que de hecho se llegaron a rodar un par de reportajes de consumo interno alemán mostrando un “paraíso” de retiro para los judíos, donde reinaba la alegría, el trabajo y la felicidad.
Murmelstein es un tipo inteligente, astuto, de buenas palabras e irónico. Uno comienza el documental sintiendo poco entusiasmo por su persona, ya que el consejo judío al que pertenecía colaboró con las autoridades de las SS. O eso es lo aceptado mayoritariamente. Sin embargo, la exposición de los hechos que relata parece tan tangible y llena de autenticidad, que terminamos creyéndole cuando nos dice que él no sabía nada de los campos de la muerte ni que podía haber hecho otra cosa. Aún así, esquiva ciertas preguntas con una maestría que asusta e intenta retrasar las cuestiones más incómodas.
Claude Lanzmann aparece como un afable entrevistador, aunque en ningún momento evita las preguntas que todo espectador está deseando que haga (y que debe hacer). Murmelstein entonces parece no entender el alemán de su interlocutor, Lanzmann vuelve a formular la pregunta y el último presidente de un consejo judío comienza una historia llena de metáforas. Y maldita sea, esa historia lo exculpa en parte de la misma manera que expone lo sucedido de forma brillante.
Al final, el entrevistador y el entrevistado parecen dos viejos amigos, y notamos que entre ellos ha crecido una sincera amistad llena de respeto. Murmelstein es una figura única en su especie, que nos cuenta lo acontecido entre 1938 y 1945, donde destaca su “relación laboral” con Adolf Eichmann y se nos da un perfil totalmente alejado al creado por Hannah Arendt en su libro La banalidad del mal. Eichmann aparece como un monstruo, como la típica figura nazi llena de odio y deseo de poder que estuvo en la mente de media humanidad hasta que la periodista (pues ella no se consideraba filósofa) pinceló a Eichmann como un hombre gris y arribista que hizo lo que hizo porque obedecía ordenes.
El concepto de la banalidad del mal de Hannah no queda obsoleto, pero sí la idea de Eichmann como hombre gris. De todas formas, Murmelstein bien puede estar mintiendo o no, todo eso queda para el espectador.
Porque una de las cuestiones que sobrevuela a lo largo dela cinta es sobre como juzgar a un hombre como Murmelstein, si es que puede o debe siquiera ser juzgado moralmente por la posición que asumió.
El aspecto formal sigue los pasos establecidos en Shoah (1985), con largas entrevistas donde asume todo el centro de atención el entrevistado y donde no es necesario recurrir a imágenes de archivo. Ahí radicaba toda la fuerza del documental, alejado de la mirada hollywoodiense, llena a su pesar de sensacionalismo e incluso pornografía moral, que ha terminado por dejarnos más insensibles aún si cabe a la “solución final”. En El último de los injustos, Lanzmann no es tan fiel a este principio, pues si bien acepta colocar en la cinta una de las películas alemanas que se grabaron en Theresienstadt como propaganda, lo que parece demente por parte de los alemanes, y nos deja clavados en la butaca y destrozados, sobre todo cuando salen los niños jugando y riendo, pues sabemos que muy pocos de ellos lograron escapar de los campos de la muerte.
Porque Theresienstadt era un campo de concentración donde periódicamente se enviaba trenes a Auschwitz. Murmelstein comprendió rápidamente cual era la única manera de sobrevivir. Una vez presentado como un “campo modelo” ya no podían desaparecer. Las autoridades nazis no podían eliminarlos de golpe como sucedía con otros campos. Una vez presentados en sociedad, por así decirlo, podían dejarlos morir, podían asesinar a muchos, pero no hacerlos desaparecer a todos de golpe. De ahí su afán por contribuir a la imagen del campo como un plácido lugar de retiro.
La cosa es tan fea y tan chunga, que hasta intentar juzgar a una persona como Murmelstein parece pornográfico, y Lanzmann sale rápido de ahí, aunque en el aire quede ese desagradable olor de saber que es el último de los injustos.