La tendencia a racionalizar los sentimientos desde la abstracción intelectual, ¿no supone acaso una contradicción? Hablar del amor y del amor en el cine nos remite ineludiblemente en estas coordenadas a la filmografía de Éric Rohmer —que tanta influencia ha tenido, reconocida o no, en algunos cineastas como Richard Linklater—. Su cine podría ser también el de la sublimación de la palabra, de la conversación, del diálogo. El amor también construye sus propios códigos de comunicación, un lenguaje único entre dos personas. Esta construcción dramática y formal basada en ella parece más propia del teatro a priori. De hecho, el mismo Rohmer firmaría una comedia teatral titulada Le trio en mi bémol, que rodaría en 1988. En ella seguimos los encuentros de dos antiguos amantes, ahora sólo amigos, que mantienen una íntima relación. El texto aquí sería algo tan crucial como en el resto de sus obras cinematográficas. Su control de la puesta en escena tampoco estaría muy lejos de las mismas. Basándose en ella, Rita Azevedo Gomes ha creado un dispositivo formal sobre la idea de su adaptación fílmica en El trío en mi bemol (O trio em mi bemol, 2022).
En el filme vemos a Pierre Léon (Paul) y Rita Durão (Adélia) encontrándose en casa del primero y manteniendo una charla que de repente se ve interrumpida por un director de cine, al que da vida Adolfo Arrieta (Jorge). El largo plano estático se corta y se expone el dispositivo cinematográfico que es responsable de las composiciones, del encuadre y la elección de los espacios o del movimiento de sus actores. Esta interrupción del rodaje en el que se incluye los encuentros de Paul y Adélia sirve a modo de efecto de distanciamiento intertextual, que provoca de hecho una mayor atención en las interpretaciones de los actores, sus repeticiones de tomas o sus ensayos casuales fuera de los decorados, mientras leen o recuerdan sus frases relajadamente. La profundidad de campo, los largos diálogos, la minuciosa fotografía y dirección artística —o los delicados movimientos de cámara para cambiar de encuadre dentro de la misma escena en lentos paneos— potencian un realismo naturalista que desafía la supuesta teatralidad de su propuesta, en la que apenas salimos de una casa cuya iluminación y elementos interiores son todo el universo de sus personajes en la metaficción. Aquí se visualiza el cambio de decorado fabricado a partir del corte, el fundido a negro o la elección de la perspectiva de la cámara, que también sale al exterior para exponer los entresijos de la producción de la película-farsa, aquella que sirve de excusa para observar el desarrollo de la relación entre los dos amigos protagonistas.
Visualmente la distancia con los actores parece insalvable, como si nosotros como espectadores estuviéramos obligados a mirar desde un lugar del patio de butacas que no nos permite aprehender todo el sentido y el subtexto de las escenas. Cuando aparece el primer plano sus rostros cobran así la importancia que señalaría Jean Epstein hace un siglo. En toda esta apoteosis visual desde lo mínimo, la narrativa nunca abandona los parámetros absurdos y complicados de las relaciones personales de Paul y Adélia. Pero no a partir de elucubraciones o teorías, de ideas elevadas sobre los sentimientos amorosos. El texto fluye efímero, sustentándose en detalles banales, en aquello que exuda la cotidianidad de la presencia del otro y de las ambivalencias de cómo interactuamos con la persona amada incluso cuando nuestro interés no es aparentemente correspondido, o no de la misma manera. La amistad entre ambos nunca está en peligro, pero sí la posibilidad de mantener la cercanía.
La conexión intelectual y la atracción sexual, el deseo y el amor o la ternura. ¿Es posible encontrar todo ello en la misma persona? Una conversación sobre la aproximación física o analítica a la música da pistas sobre las diferentes formas de sentir el amor y entender las relaciones entre ellos, que dan pie a los dilemas sentimentales que se desarrollan durante su metraje. Todo aquello que separa a una pareja de repente puede no tener importancia y todos los defectos desaparecer, sin que haya cambiado nada. Incluso el mismo objeto de nuestro deseo puede ser deseado de formas completamente distintas, por motivos opuestos. Toda esta refinada complejidad emocional nunca pierde el maravilloso encanto de sus intérpretes o la despreocupada ligereza en la esencia de los diálogos. Las fugas hacia la realidad artificiosa del cine —que introduce Arrieta y su ayudante— no dejan de ser la expresión de la imposibilidad de escapar del relato. Un relato que desafía su propia construcción cinematográfica para exaltar el corazón de sus personajes y de una obra transformada en sujeto de admiración a través de una adaptación consciente de sí misma y sus espectadores.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.