Aviso: esta crítica está sujeta al tiempo y es posible que no llegue a buen puerto sin ayuda de un impulso prestidigitador. Dicho esto, elucubro… Nos encontramos frente a un ensayo sobre el paso del tiempo y un intento desesperado por llegar a dominarlo. Se trata de una empresa ciertamente arriesgada la pretendida por Hartmann y Eichberg (co-directores y co-guionistas de la obra que nos ocupa), pero nada más natural que preguntarse en cierto momento de una vida por el sentido temporal y, por tanto, organizativo de ésta. Somos esclavos del tiempo. Dependemos día tras día de un desfile acompasado de minutos con que armonizar de forma falsa lo caótico de nuestra existencia terrenal, toda ella basada en una ilusión de estructura aprehensible e interpretable con las herramientas adecuadas. Esto, parecen decir los directores, no es más que un error, una discontinuidad evitable en el flujo vastísimo de lo tangible, de lo que ocurre, de lo que viene y se va sin ninguna explicación satisfactoria. Se debe aprender a convivir con lo inaudito para obviar la turbulencia.
“Aquí lo único que pasa es el tiempo” se revela, así, como la idea central de una propuesta que juega a dividirse y expandirse hasta rozar una verdad imposible de entender dados los límites de nuestra comprensión, o ese continuo negarse a que el absurdo tome las riendas. Dicha verdad tiene la forma de una silla y una mesa en medio de un desierto inabarcable donde el cámara se recrea haciendo de las suyas con algún que otro efecto óptico. Y es que ¿todo depende del cristal con que se mire? Dividida en varios apartados titulados bajo el nombre de las gentes a que se refiera cada uno, la obra, a través de la voz en off, va desgranando aspiraciones aristotélicas en cuanto a la medida ideal de tiempo y de lugar, para luego dar al traste con cualquier esquema de acción que se tuviera. Es decir, del mismo modo en que el giro de la Tierra ha ido acotando los arbitrios del reloj, así los hay que quisieran “disparar al tiempo” para acabar con la “continuidad de la historia”, temerosos de que un día dicho tiempo los alcance por delante y se los lleve o los olvide en el camino.
Evocadora ya desde su título, El tiempo pasa como el rugido de un león es una cinta que desprende calidez, debido sobre todo a la sinceridad que parece deducirse de las inquietudes metafísicas de sus realizadores. Sabedores de la ausencia de respuestas, lo que queda, podrían argumentar, es el juego, el pararse en los semáforos con el coche en marcha para correr en círculos a su alrededor. Algo así como una confesión documentada donde los testigos no se ponen de acuerdo salvo en una cosa: aquí nadie entiende nada. Como aquellos enfermos de Alzheimer que dibujan los relojes a su antojo y son así diagnosticados, cualquiera de los implicados directa o indirectamente en esta obra puede salir escaldado ante lo inefable de una cámara circular que nos lleva de vuelta al principio con las manos bien vacías. Quizá, eso sí, con una foto de Cortázar y un plano de varios minutos donde aparece la odisea de la sombra de un periférico escalando una montaña. Lo que uno quiera ver será otra historia diferente con que enriquecer un viaje tan estimulante como irregular.