Si una cosa ha arrojado esta crisis económica es la sensación de mundo perdido, de valores yéndose por el retrete, de pesimismo y desesperanza global, como si aquel No future de los Sex Pistols se hubiera tornado de profecía a realidad. El cine, lógicamente, no se ha escapado de este clima. Si ya Ken Loach venía dándonos la brasa con sus mítines panfletarios hechos celuloide desde tiempo atrás, nuevos enfoques a nivel mundial se han encargado de tratar de retratar causas, mecanismo, teorías y consecuencias de dicha crisis con mayor o menor acierto. Lo que sí han tenido todas estas producciones es una coincidencia en la no posible resolución de dicha crisis, sea por el egoísmo inherente al ser humano o por la implacabilidad del sistema. El resultado final, y perdonen la expresión, es el mismo: todo es una mierda y además habrá que aprender a convivir en ella.
En paralelo a dicha burbuja económica, paradojas de la vida, surgía y a su vez estallaba otra, en este caso la de los nuevos cines. ¿Quiénes no recuerdan las sucesivas oleadas que sacudieron el panorama cinematográfico en los 2 miles? Nuevo cine coreano, Nuevo cine marroquí, nuevo cine, en definitiva de cualquier nacionalidad llegaba en oleadas amparado normalmente por el triunfo de alguna película en algún festival de prestigio. Lógicamente el cine rumano no se escapó de dicho fenómeno haciendo especial hincapié en dos autores: Cristi Puiu y especialmente Cristian Mungiu. Al final, como toda burbuja que se precie, su estallido fue inevitable quedando un cierto cine de autor(es) interesante aunque no identificable a una particularidad nacional.
Dentro de estos autores, y heredando parte de los estilemas de los anteriormente citados, surge la figura de Corneliu Pormboiu director que, si bien no rehuye la temática de índole social dentro de su obra sí se dota de otros mecanismos para ofrecerla. Comoara, aún situándose dentro de lo puramente ficcional, no deja de tomar prestados elementos de su anterior obra, Al doilea joc, en lo que a términos de veracidad se refiere. Hablamos de un realismo distante, frío, casi cronista objetivo de la realidad. Un realismo que, al igual que un documental trata de desnudar de elementos tremendistas, de falsedad impostada, sin obviar la dureza de lo retratado.
Sin duda Comoara sigue al pie de la letra dicha estrategia formal, instalándose en una construcción minimalista y al mismo tiempo en una complejidad argumental basada en una estratificación de mensajes que, al igual que el tesoro al que hace referencia el título, necesita de excavación para desentrañarlos. Sí, esta es una película que huye deliberadamente de los resortes habituales del cine social. Ya no se trata solo de evitar a toda costa el tenebrismo miserable en la puesta en escena, sino también de proyectar una idea que, al contrario de lo expuesto al inicio del texto, se desvincula del pesimismo imperante al respecto del fenómeno de la crisis.
No estamos, eso sí, ante un film utópico ni naïf de cierto buenismo fácil, pero eso no es óbice para que se permita lanzar una visión tendente a una esperanza matizable. Usando como leiv motiv el mito de Robin Hood, Comoara permite explorar la capacidad del ser humano como animal solidario, capaz de rehusar de forma consciente el egoísmo intrínseco que se ha atribuido como mantra antropológico durante esta era de crisis económica (ya saben, la culpabilización del individuo por haber vivido por encima de sus posibilidades y ahora toca el sálvese quien pueda).
No obstante también hay espacio para la tentación del nuevo rico, para constatar como las nuevas generaciones han mamado demasiado la voracidad del mensaje neoliberal, tanto como para obviar el ejemplo paterno. Baste para ello echar un vistazo al plano final del film, tanto por la actitud del hijo del protagonista (ese ascenso por el tobogán con el “tesoro” en las manos) como por ese sol brillando (aunque maquillado por un cielo gris) en lo alto. Un desenlace que al igual que el resto del film, demuestra que hay otro forma de decir las cosas, otras visiones y ángulos que explorar y sobre todo, que es posible contar mucho (y muy interesante) con muy poco.