Siento especial admiración hacia la cinematografía británica, habitualmente empañada por su colega anglosajona estadounidense de modo que resulta en muchas ocasiones complicado distinguir entre los aficionados al cine entre una obra puramente british y una coproducción con material y dólares americanos en el presupuesto —tanto es así que por británicas pasan obras como Telefono rojo ¿volamos hacia Moscú?, El puente sobre el río Kwai, Indiscreta, Atmósfera cero o El temible burlón que para un servidor tienen de británicas lo que yo de chino—. Ya desde sus orígenes el imaginario cinematográfico británico cimentó un universo propio, alejado de la ostentación hollywoodiense pero también de las carestías de medios teatrales y escénicos del cine forjado en el continente, que poco a poco fue adquiriendo su sitio en un primer momento con la aportación de pequeños grandes estudios como la Rank organisation o la London Films (legendario estudio este fraguado por los hermanos Korda), y posteriormente con las aportaciones de movimientos de ruptura de origen londinense como el Free cinema de los sesenta, la maquinación de una comedia de sello claramente autóctono principalmente surgida de los estudios Ealing, o esa reinterpretación de los clásicos del cine de terror, mucho más viscerales y tremebundos que sus homólogos americanos, llevados a cabo por los estudios Hammer y Amicus.
Bajo el panorama de inquietud y agitación que regía el cine europeo en los años sesenta surgió El tercer secreto, una obra ciertamente inquietante y singular, que contaba como autor con un joven director moldeado por los mandamientos de la Ealing, luego especializado en sus orígenes en ese tipo de comedia inteligente esbozada por esta mítica empresa, que respondía al nombre de Charles Crichton. Del talento de Crichton para dibujar esa comedia distintiva de la Ealing surgieron algunos de los títulos más emblemáticos del estudio en la década de los cincuenta —los años dorados de la compañía— como por ejemplo Los apuros de un pequeño tren, La lotería del amor y, sobre todo, la obra maestra de la comedia Oro en barras, para un servidor una de las diez mejores comedias de la historia del cine de todos los tiempos. La decadencia del estudio que sirvió de casa y universidad al director de Un pez llamado Wanda causó una vasta desorientación en los principales baluartes de la Ealing como es el caso del propio Crichton, cuyo arte tuvo que venderse al mejor postor para continuar ejerciendo su trabajo, recayendo finalmente en el mundo televisivo para poder ganarse las habichuelas. Pero, antes de sucumbir a los recursos de la BBC, este genial artesano tuvo tiempo de dirigir a principios de los años sesenta esta El tercer secreto, un perfecto, perturbador y adelantado a su tiempo thriller que constituye uno de los mejores ejemplos de ese nuevo cine de intriga que acabaría triunfando en años venideros.
En este sentido la cinta adopta la estructura típica de la literatura clásica británica de misterio, muy influenciada por las obras de Agatha Christie y por los seminales thrillers británicos de Alfred Hitchcock y cintas policiales y de sospechosos no habituales del francés H.G. Clouzot tipo El asesino vive en el 21 o Las diabólicas, para refundar partiendo de esta base los mandamientos característicos del género. En esos mismos años nombres como Bryan Forbes con su magistral Plan siniestro, Seth Holt con la magnética El sabor del miedo, Freddie Francis con su paranoica El alucinante mundo de los Ashby o Cyril Frankel con su enfermiza Nunca aceptes dulces de un extraño —estas tres últimas cintas producidas por unos imberbes estudios Hammer antes de la especialización de la compañía en la producción de cine de terror— dejaban claro que algo se estaba moviendo en el thriller británico en el sentido de centrar la narración más en las claves psicológicas y demenciales de los protagonistas de los relatos para crear así unas atmósferas malsanas emparentadas con el cine de terror que con la propia cinematografía de suspense, caracterizada en años pasados por tejer puzzles detectivescos enmarcados en un ambiente en el que siempre existía hueco para un reconfortante sentido del humor. La inocencia que amparaba este tipo de films desde los años treinta a los cincuenta fue pues demolida por la querencia de esta nueva generación de cineastas de dotar a sus obras de un alarmante realismo para reflejar así ese lado oscuro existente en la sociedad británica de la época.
Esta breve descripción del nuevo thriller british de los sesenta encaja a la perfección con esta perla del cine que es El tercer secreto. Quizás menos conocida que sus compañeras de género y era, puede que motivado esto por el hecho de no estar producida por una compañía objeto de culto en la actualidad ni incluir igualmente en su reparto a una gran estrella capaz de iluminar la curiosidad de los arqueólogos cinematográficos, la película es una maravilla que apoya parte de su encanto en su magnífica y tenebrosa fotografía en blanco y negro que esculpe perfectamente la decadencia crepuscular de la ciudad londinense que alberga terrores pasados entre sus modernos edificios y urbanizaciones y sobre todo en su estilo sugerente en el que el misterio va acrecentándose poco a poco, atrapando al espectador en las redes lanzadas por Crichton gracias a la magnética descripción de los personajes con los que resulta fácilmente simpatizar, lo cual logrará incomodar al espectador ante la amenaza que uno de estos personajes cercanos sea realmente un despiadado psicópata asesino. Por tanto, un rasgo singular de la cinta consiste en su perfecto retrato de la galería de personajes que aparecen y desaparecen a lo largo de la trama, todos ellos perseguidos por esa enfermedad recurrente en el cine de terror que es la esquizofrenia, que lejos de apostar por el recurso fácil de reducir el perfil de los mismos a la simple locura patológica, pretende acercarse a sus problemas y temores, plasmando con mucha inteligencia los miedos que atenazan a los enfermos de este estigma social a la hora de enfrentarse a una comunidad que reduce su problema a la demencia dando lugar a esa temida exclusión. Así, las principales sospechas acerca del asesino recaerán en la intención de éste de esconder su enfermedad, asesinando para ello al psiquiatra que ha tratado su padecimiento. Pero no siempre la realidad toma el color que los ojos parecen querer ver…
La cinta arranca con una escena aterradora, en la que un agonizante psiquiatra llamado Leo Whitset grita de manera desesperada a su criada que no traten de explicar su repentina muerte, aparentemente provocada por su propio suicidio tras pegarse un tiro en la cabeza. El anuncio en los periódicos de la muerte del prestigioso doctor suscitará la alegría de un juez de la corte británica (Jack Hawkins), la sorpresa de un joven y famoso presentador de televisión llamado Alex Stedman (interpretado excepcionalmente por Stephen Boyd) así como reacciones diversas entre otros personajes que al igual que los dos descritos anteriormente eran pacientes del brillante médico por haber padecido brotes esquizoides en el pasado —¿les recuerda esta presentación al argumento de ese delirio noventero protagonizado por Bruce Willis titulado El color de la noche? A mí sí—. Pese a que las autoridades encontraron razones fundadas para creer que Whitset se había suicidado, Catherine Whitset, hija pequeña (aún sin alcanzar la edad adolescente) del doctor visitará a Stedman para indicar al periodista sus sospechas de que su padre fue asesinado por uno de sus pacientes. A pesar de las reticencias del periodista, que creerá inicialmente que la joven trata de buscar un sentido al suicidio de su padre, poco a poco los sensatos razonamientos de la pequeña así como la pasión con la que defiende sus teorías acabará seduciendo al presentador, iniciando pues una investigación personal partiendo de las hipótesis de la infante Whitset. Un punto esencial que parece confirmar las pesquisas de esta extraña pareja consistirá en el miedo existente en desvelar su enfermedad entre los insignes dolientes tratados por el doctor asesinado, entre los que se hallan un prestigioso juez de la corte penal, un pintor sin éxito que malvive vendiendo a precios irrisorios sus primorosas obras, una solitaria y timorata secretaria de la que se enamorará perdidamente Stedman, y el propio reportero, un aparentemente paciente curado de su esquizofrenia, pero que aún sufre puntualmente pérdidas de consciencia que torturarán su quietud ante la posibilidad que la personalidad del asesino comparta su mismo rostro. Sin embargo, el descubrimiento de los archivos inicialmente desaparecidos de Whitset en una apartada casa de campo en los que se exhibe el historial de sus pacientes desatará el misterio con un espectacular giro que convierte al film en una obra maestra aterradora.
Ciertamente hechizante es sin duda el hecho de que la cinta no da tregua en ningún instante al espectador, manteniendo de este modo el nivel de intensidad y vigor a lo largo de sus noventa minutos de duración y culminando con una escena que resultará imposible de despegar de la mente a lo largo de varias jornadas. Todos los ingredientes de pura intriga que posee esta insigne obra son hábilmente empleados por Crichton para construir una película que mezcla a la perfección el melodrama realista tocado por ciertos ingredientes brotados del Free cinema —como por ejemplo esa extraña relación que se establecerá entre Stedman y la pequeña Whitman de tono incestuoso que empapará con un turbador amor platónico la enfermiza atmósfera que recorre el metraje del film— con una apasionante intriga psicológica que acaricia igualmente senderos reservados al cine de terror y de psicópatas sin caer en la demagogia y el esperpento habitual de las obras menos conseguidas del género. La película, como admirador del cine de suspense británico que me considero, me ha parecido un alucine excitante y absorbente, de esos que de vez en cuando sorprenden a los incrédulos aficionados al cine que creen haber visto ya todas las obras imprescindibles del cine clásico. Sin duda, El tercer secreto es otra muestra de que las obras menos conocidas suelen ser las mejores y más estimulantes. A destacar la presencia en papeles secundarios de auténticos mitos de la escena británica como el recientemente desaparecido Richard Attenborough y una joven Judi Dench.
Todo modo de amor al cine.