Koreeda nos trae con El tercer asesinato un relato que, situado en un marco de juicios y penas, discurre sobre la pantalla en forma de espiral. Dirigiendo la memoria del espectador al Rashomon de Kurosawa, cita obvia que ya se adelantó a llevar al papel el crítico Sergi Sánchez, Koreeda se encarga de representar con calma y sin exceso de morbo ese misterio que desborda todo mecanismo judicial en sus idas y venidas. Es así como, mediante un asesinato inicial que pone en juego una tensión que va de un supuesto asesino y su abogado al sistema que intenta condenarlo a muerte por aquello de haber cometido crímenes en otras ocasiones, el cineasta japonés apunta a dogmas y demás verdades de cartón piedra para quitar el velo y dejar así ver el vacío que se encuentra tras la interpretación de cada hecho. Por ello director de Nuestra hermana pequeña decide poner en boca del abogado el discurso de la duda y dotar al criminal del poder que otorga la capacidad de imponer la vacilación en el otro. Todo ello llevado hasta un punto en el que el interés por penetrar la conciencia del uno, así como el regusto que produce el guiar a placer la del otro, terminan por derivar en una relación de poder que, más allá de establecerse sobre el punto del libre contra el detenido, se invierte de manera precisa en la polaridad, más elemental e instintiva si cabe que esta, del admirador y el admirado.
Pero dentro de todo juego, que dicho así como aquí arriba suena al movimiento rígido típico del peloteo de tenis en cancha —te paso la pelota y tú me la devuelves—, lo que hace Koreeda es establecer un cauce en forma de bucle por el que transitan todos los elementos fijando un movimiento más sutil y elegante. De esta manera nos encontramos con un pilar central y fijo constituido por la Palabra del fiscal y del juez (espejismo de una hipotética Verdad con mayúsculas a la que hay que llegar y que no es otra cosa que una sentencia que cubre la inaccesibilidad al hecho en bruto para así contentarse uno aceptando este punto de fuga de rabias, odios y los peligros colectivos que conllevan, en la construcción de la Ley —como si no estuviera el hecho plagado de baches que han de ser escritos, inventados—), y por otro lado con los sujetos que, intentando acceder a esa Verdad que en realidad hace opaca la representación de la Justicia —de lo que son conscientes aunque se opongan y se recreen en otras posibilidades—, van girando alrededor de sí mismos, provocando giros, variaciones que reinventan el hecho, sumando elementos. Y es con toda esta articulación de Relatos y quiebras gustosas, revestidas por la moralina y la crítica política, que el mismo Koreeda vuelve a las salas para impregnarnos de mentira y de ficción, a ver si así deja uno de referir a ideas y puntos fijos para así dar la vuelta y mirar todo con lupa, sin expectativas de iluminarse con certezas y evidencias absolutas.