Chicho Ibáñez Serrador se eleva como una de esas leyendas vivas del audiovisual español. Su aporte sirvió para renovar la anquilosada televisión española de los sesenta tiznada de blanco y negro, aquella que ejercía un férreo control de esos televidentes que crecieron a la par que la dictadura comenzaba a conocer un paulatino deceso. Nacido en el Uruguay, Chico arribó a España (país de origen de su progenitor, el siempre hipnótico Narciso Ibáñez Menta) a finales de los cuarenta, cultivando desde el principio la pasión obsesiva que sentía hacia el mundo de las artes. A raíz de las colaboraciones que llevó a cabo con su padre en la Argentina, Chicho llegó a TVE a principios de los sesenta creando en ese decenio un serial mítico. Y es que Historias para no dormir no solo revolucionó el panorama televisivo hispano, erizando los pelos de puro terror a aquel españolito medio que podía permitirse el lujo de tener en su hogar tan preciado electrodoméstico, sino que sirvió de escenario perfecto para verter su sentido homenaje al maestro Hitchcock (autor referente para el bueno de Chicho) adaptando a la iconografía patria los paradigmas y semblantes característicos del no menos mítico Alfred Hitchcock presenta. Sí, porque Chicho, al igual que su homólogo británico, protagonizaba la introducción de cada uno de los capítulos por él mismo dirigidos con igual sarna y ese humor negro empleado por Sir Alfred, con el principal propósito de incitar al espectador a sumergirse en los escenarios y ambientes malsanos nacidos del imaginario de autores tan importantes como Edgar Allan Poe o Ray Bradbury, literatos que para nada casaban con el orden y el control establecido por la dictadura.
Las entradas ideadas por Serrador eran causticas y ácidas, siempre jugando con el doble sentido y una amoralidad soterrada que sabía saltarse el yugo de la censura con inteligencia y elegancia, planteando así una partida de ajedrez ambiciosa y sobre todo entretenida capaz de avivar el fuego de una imaginación ultrajada por el ambiente totalitario. Puesto que Historias para no dormir conseguía lo que perseguía sin grandes alardes ni embustes. Tan solo valiéndose de lo cotidiano y de la psicología exhibida en esos primerísimos planos de los actores afectados por el miedo a lo inesperado (con un Narciso Ibáñez Menta convertido en el fetiche de su vástago), sin mostrar salpicaduras de sangre ni escenas explícitas. El aprendizaje absorbido en el serial ayudó al maestro a construir algunas de las mejores obras del cine de terror español, como La Residencia o la ya imprescindible ¿Quién puede matar a un niño?, y asimismo la popularidad obtenida le catapultó al estrellato con la producción y dirección del legendario concurso Un, dos, tres, programa familiar de robusta existencia que contenía no pocos elementos inquietantes y subversivos entre su elenco (como esas tacañonas símbolo de esa España oscura y profunda, o esa Calabaza Ruperta que como su pariente de Halloween siempre sorprendía a los bondadosos concursantes con la guadaña debajo del brazo).
Entre medias de esta meteórica carrera, Chicho dirigió en 1974 una obra cumbre de la televisión. Y es que El televisor además de presentarse como uno de sus mejores trabajos, aún guarda cierto malditismo en cuanto a veneración popular se refiere. El proyecto fue concebido como episodio independiente de Historias para no dormir englobando no obstante todas las bondades de su claro referente, adelantándose igualmente a otra pieza de oro televisiva como La Cabina, obra con la que comparte muchísimos vasos comunicantes. Al igual que la obra de Mercero, el relato se sitúa en la España de los setenta, con el Régimen agonizando y esos vientos de esperanza y también miedo aún latentes. Aquí Chicho hará una introducción muy breve en voz en off con el fin de posicionar la trama y presentarnos de este modo a su protagonista, uno de esos hombres grises representantes del ciudadano medio de la España franquista con el rostro de su padre Ibáñez Menta. Ya que Enrique (Narciso Ibáñez Menta) es uno de esos trabajadores incansables sin tiempo para otra cosa que partirse el espinazo como pluriempleado en un banco por las mañanas y en la administración de fincas por la tarde. Alguien sin tiempo para sí mismo ni para su familia, formada por su esposa Susana (María Fernanda D’Ocon), una abnegada ama de casa sin más pretensiones que servir a su marido e hijos y sus dos retoños adolescentes, Julita (Kiti Mánver) y Quique.
Está claro que Chicho estaba perfilando al hombre medio sin alma, a esas sombras que vagaban sin pena ni gloria por una España gris sin cuestionarse nada. Esos individuos a los que la libertad no les llamaba la atención, preocupados por llegar a fin de mes y sacar adelante a su familia con el sudor de su frente. El hombre del régimen, incapaz de saltarse las normas, sin antecedentes penales por parte de crimen o ultraje de los dictados del poder, por tanto ocupado en sus miserias y mala ventura y esclavizado por un sistema que no dejaba un solo respiro para la imaginación o practicar el libertinaje.
Toda esta prisión terrenal será derretida el día en que Enrique se atreve a dar el paso de comprar un nuevo modelo de televisión a color cuya posesión anhelaba y cuya adquisición había postergado por miedo a poner en peligro la estabilidad económica conyugal. El descubrimiento del nuevo mundo propiciado por los rayos catódicos creará una especie de paranoia en la mente de Enrique, transformando a ese ejemplar trabajador en un desquiciado maníaco con claros síntomas de trastorno obsesivo compulsivo convirtiendo la placidez hogareña en un infierno dantesco con trazas pesadillescas. Puesto que Enrique se obsesionará con ese cosmos de modernidad emergido de las series americanas, también de los sesudos debates científicos y literarios, con esos adictivos concursos y programas de cotilleos, con esas películas y obras teatrales arrebatadoras y con toda esa gama de productos de entretenimiento hogareño que no había sido capaz de consumir con anterioridad.
Sí, Enrique ha descubierto la libertad, pero de un modo descabellado, puesto que las imágenes televisivas le han trastornado hasta tal punto de convertirlo en un psicópata sin capacidad de razonamiento lógico, abstraído por una nueva droga de efectos narcóticos y tóxicos para el intelecto, optando por gozar la vida de los otros renunciando a vivir la suya propia, puesto que Enrique encontrará mayor goce en observar la existencia de los demás a través de la pantalla de televisión que experimentar con sus hijos o esposa esas mismas vivencias. Ello le llevará a abandonar sus múltiples trabajos y también a su familia, encerrándose en el salón para consumir cada minuto televisivo ofrecido por la España del Régimen, abandonando la percepción de la realidad hasta límites peligrosos, dándose cuenta finalmente que el enemigo está detrás de la pantalla, acechando entre las cortinas de la habitación como esos pistoleros asesinos de los westerns o asesinos en serie protagonistas de cintas de suspense extranjeras, esperando cualquier descuido para aniquilar todo signo de esperanza, incluyendo la propia vida de una familia que será destrozada por esa televisión aparentemente inocente.
Resulta increíble que un documento como El televisor pudiera pasar las tijeras de la censura. Sin duda su carácter amorfo y poliédrico sirvió para este fin. Pues la película toca muchos vértices, no solo el simple género de terror al que se adscribe como parte anexa de Historias para no dormir, aupándose igualmente hacia otros terrenos bien escarpados como son los de la radiografía social y la metáfora política con sobresalientes resultados. Como ya hemos comentado, Enrique representa a ese español de bien, fiel a su esposa, beato trabajador, religioso, sumiso y para nada contestatario a pesar de que sus superiores le exprimen la sangre sin ningún pudor. Un patriota que no se cuestiona esa falta de libertad que impregna el ambiente o esa carencia de ocio y tiempo libre para disfrutar de los pequeños placeres de la vida, harto de pasar horas y horas trabajando sin descanso. Alguien que descubrirá su particular iluminación a través de un objeto inerte, de la nueva religión del pueblo: el televisor, un símbolo del progreso y de la modernidad, de la apertura hacia otros mundos desconocidos y fascinantes muy lejanos de esa España triste y sin esperanza.
Está claro el simbolismo que representa el televisor, ese espacio evasivo y de libertad capaz de abrir los ojos a esos ciegos ciudadanos conformistas con su desgracia. Pero igualmente Chicho tejió una mordaz crítica contra su propio medio de vida, cuestionándose los efectos narcóticos y degenerativos engendrados desde la pantalla televisiva. Así, el televisor aparecerá como un vampiro aniquilador de conciencias y del intelecto, una droga convertida en dogma por quienes no aspiran a otra cosa que deambular como zombies sin conciencia. El televisor era el ingenio de los sesenta y setenta, como lo es ahora internet, los teléfonos móviles o las redes sociales, universos igualmente vampíricos que roban el espacio reflexivo del ser humano. O como lo puede ser el cine convertido en obsesión (gracias a ese pozo sin fondo que es internet) en aquellos cinéfilos que reducen sus días a consumir películas sin descanso, renunciando a la lectura, a la conversación con sus semejantes o a una simple siesta. Individuos atrapados en sus propias frustraciones que se creen en poder de la verdad absoluta, sin darse cuenta que la vida pasa como un torrente por delante de sus narices sin ofrecer la posibilidad de recuperar el tiempo perdido.
Y es que cualquier obsesión llevada hasta el extremo puede convertirse en un elemento peligroso tal como demostró Chicho en esta obra maestra del cine español. Pasatiempos que matan nuestra coyuntura existencial, haciendo que malgastemos nuestras horas en cosas sin importancia que nos distraen de nuestros problemas y circunstancias. La televisión, como cualquier tecnología actual, puede convertirnos en maníacos que amenazan a nuestros amigos y semejantes. Pero Chicho tocó más vertientes.
En este sentido la cinta da fe de complejos temas como la manipulación ejercida por los medios de masas, correas que transmiten ideología y alteran comportamientos de manera subliminal. Existe por tanto una crítica soterrada contra la televisión del régimen, un exprimidor de cerebros que alienaba conciencias de forma masiva, maquillando con series y programas evasivos la carencia de medios y libertades imperantes en la sociedad española de los setenta. Algo que no está muy alejado de la ingente cantidad de telemierda y programas vomitivos a los que asistimos en la actualidad, la eterna forma de controlar cerebros y actitudes por parte de nuestros actuales gobernantes que siguen actuando como caudillos con el fin de tener a la masa controlada y apaciguada. También se reflexiona sobre el poder de la imagen como sustituto de la fantasía y la imaginación que ostenta el universo literario, criticando ese énfasis en concentrar el entretenimiento en un solo medio (el televisivo en los setenta, internet, los móviles y videojuegos en el siglo XXI), reemplazando al arte a un injusto, y deseado por algunos, ostracismo.
El televisor se alza pues como uno de los más jugosos experimentos del cine (telefilm en este caso) español llevado a cabo por un genio que trastocó los resortes de la cultura audiovisual patria. Una obra kafkiana, pesadillesca, oscura y simbólica que encierra en sus torcidos recovecos un laberinto pintado con múltiples esbozos alegóricos que sirven para describir a la sociedad española de los setenta a través de una fábula de terror psicológico tan actual que sigue dando pavor. Una cinta que avisa de los peligros que conllevan las obsesiones y ese vampirismo que ejercen los grandes medios de entretenimiento que consiguen alienar y manipular la mente mediante una evasión de la realidad que nos impide disfrutar de lo que realmente merece la pena.
Todo modo de amor al cine.
Una crítica acertada y profunda acerca de una obra que supuso un «remezón» en el panorama de contenido audiovisual local generado en esos años. Una película que se saltó los parámetros en los que se desenvolvían las obras de aquella época. Una película moderna y atípica que fué muy aplaudida y comentada, aunque luego injustamente olvidada y puesta en archivos.
Coincido con el análisis de Rubén Redondo…aunque olvidó un «pequeño» detalle respecto al guión original. Se trata de una obra original de Joaquín Amich , que adaptó con mucho criterio para la televisión Chicho Ibañez. Algún día sería interesante que se hablase de la amistad que se forjó y la sinergia que hubo entre estos dos grandes creadores.