Los años cincuenta eran tiempos de posguerra en Europa, tanto como de amor desbocado. En la Provenza francesa, en La Ciotat y en el exilio de los españoles. Gabrielle, tan joven, tan bella, tan enamorada de su maestro, un hombre maduro, casado, al que escribe poemas de amor. Ella tan tozuda, tan apasionada y tan marcada por unos padres con tierras que quieren lo mejor para sus hijas. Gabrielle, casada por conveniencia, liberada por sus deseos, martirizada por sus dolores.
Que un film como El sueño de Gabrielle sea una de las propuestas más innovadoras del cine actual genera una serie de contradicciones que le dan más valor todavía, si las analizamos poco a poco. Se trata de un melodrama romántico, pero no en el abuso narrativo que lleva originando desde hace décadas las series de sobremesa, telefilmes y programas de realidad saturada en el panorama audiovisual presente. Lo que este octavo largometraje de Nicole Garcia —el tercero estrenado en España— demuestra, es que todavía se puede realizar una película de romanticismo sublime sin necesidad de recurrir a la cursilería, al chantaje emocional o a cualquier trampa formal que desequilibra la forma y su fondo. La cineasta logra un film bien contenido en su plasmación y elocuente con sus emociones. Basado en el libro escrito por la italiana Milena Agus, una novela corta con varias ediciones tras su publicación en el año 2008, ahora pierde la voz de la narradora para convertirse en una visión directa de las historias de juventud de la abuela, contadas por la nieta en el texto literario. Muda los paisajes de Cerdeña por los de la Provenza gala, con sus campos de lavanda o cosechas de trigo, alimentados por la luz reflejada del Mediterráneo. La apuesta de Nicole Garcia, otra gran perdedora en los últimos premios de la Academia de Cine Francés, aquí resulta ganadora. También paradójica porque este Mal de piedras literario —Mal de pierres en su título original— es una propuesta a contracorriente, gracias a su condición de film clásico, de un melodrama orquestado hasta sus consecuencias finales, sin coartadas de moda, exageración o ironía. Alentado por el impulso básico de los sentimientos. No hay héroes ni adversarios, solo decisiones, anhelos y conflictos entre los personajes. Marion Cotillard refuerza con Gabrielle, su imagen poderosa de humanidad, un icono que lleva trabajando en una filmografía plagada de grandes protagonistas. La escoltan, en primer lugar, un inmenso Alex Brendemühl al que se le queda pequeño el cine español en cada uno de sus nuevos papeles internacionales, encarnando a José, castigado en sus cicatrices y la mirada, jornalero en el exilio francés que salvó de la hambruna a muchos compatriotas. Un triángulo equilibrado en segunda posición, por un soldado herido en la guerra de Indochina, el teniente Sauvage, con un pie en la vida y otro en el limbo. Los tres personajes salen reforzados por una química titubeante que ayuda a comprender la furia y padecimientos de Gabrielle.
Vista de esta manera la película, puede parecer que se trata de un dinosaurio perdurable del cine clásico, en una cartelera llena de estrellas fugaces. Pero nada más lejos, porque la cineasta maneja con veteranía un producto elegante en su planificación, la dimensión temporal anticipada con ese prólogo de presentación en los años sesenta, durante un viaje a La Ciotat del matrimonio y su hijo. Unas secuencias que ubican la época, geografía, además de su psicología, relaciones y luchas. Visualizado por planos y contraplanos que escogen la mirada o gestos oportunos de cada actriz y actor. Sin embargo, esa vocación de relato pulcro está enriquecida con un uso de la narración más moderna, mediante un ritmo veloz de los planos, editados al corte. Con la duración necesaria para la observación, pero sin ceder a la tentación del esteticismo publicitario. Con un uso magistral del plano fijo con zoom leve, en escenas como la de la madre llamando a su hija mientras ella la escucha, oculta en la oscuridad del cobertizo. La fuerza expresiva de los marcos de las puertas para dirigir el centro de interés del espectador. O el homenaje sutil a obras pictóricas de Millet con segadores en el campo. La sensualidad del acto amoroso, tratado de forma epidérmica, creíble, respetuosa. Y un empleo de la diversidad de puntos de vista de cada personaje para retomar algunos pasajes de importancia posterior en la trama.
El sueño de Gabrielle, una fácil interpretación comercial de esas malas piedras renales o, en con un estilo más poético, esas mismas piedras del corazón que atormentan a la protagonista, es un largometraje que rinde honores a maravillas como Jennie o Breve encuentro. Una tendencia compartida con cineastas contemporáneos como Terence Davies o Neil Jordan, narradores capaces de usar recursos antiguos con fuerzas renovadas.