No nos cabe duda que Xavier Legrand tiene tendencia a enmascarar, o al menos así sucedía en Custodia compartida (Jusqu’à la garde, 2017), géneros cinematográficos bajo otros, digamos de mayor prestigio. Al fin y al cabo, Custodia compartida podría ser perfectamente un film de terror psicológico con ‹home invasion› final disfrazado de drama acerca de la violencia de género. La duda que nos asalta es si esto es debido a un movimiento inteligente o sencillamente una impostura autoral que en el film citado funcionaba a las mil maravillas.
Una duda que El sucesor parece aclara aunque no del todo. Una vez más nos encontramos ante el dilema solo que en este caso el movimiento no parece tan audaz sino más bien oportunista. Para la ocasión, hablamos de un drama familiar vinculado a las relaciones paternofiliales, solo que detrás de todo ello hay un terrible suceso que nos acerca una vez más al horror del desconocimiento, en un sentido más ético del asunto, y al filme de secuestros y ‹torture porn› (velado) siendo más literales. Para ser del todo justos nada de esto, aunque fuera un ejercicio de “autoritis” sería criticable ‹per se›. Solo hay que ver la brillante secuencia de inicio donde Legrand demuestra su talento filmando un desfile de moda como si fuera un thriller vigoroso.
No, el problema llega cuando se toma una decisión que condiciona el resto del metraje, convirtiéndolo en el eje central del film, y sencillamente anula cualquier otro aspecto que suceda a posteriori. Obviamente no entraremos en el territorio spoiler, pero basta decir que estamos ante uno de los momentos más arriesgados e incomprensibles en cuanto ejecución argumental. Algo que no viene avalado por ninguna justificación plausible y que deja absolutamente el resto del metraje en el territorio de la desconexión.
Y es que a partir de este suceso absolutamente nada tiene sentido ni interés. Todo lo que envuelve a la trama se convierte en un ‹tour de force›, por momentos vibrante e incluso angustioso, pero que se siente tramposo. Todos los juegos de género, los flirteos con el ‹whodunnit›, los giros (sobre más giros) e incluso su catarsis final se sienten como consecuencia de un resultado buscado al precio que sea. En el fondo, esta parece más una obra que se necesita estar construyendo sobre si misma a base de parches una vez detectado el error en el plano arquitectónico general.
Es por ello por lo que El sucesor resulta difícilmente catalogable. No tanto por sus módulos genéricos interseccionales sino porque uno no adivina que hay detrás de hacer intentar creer algo que no es creíble en ninguna instancia y que, por si fuera poco, se ejecuta de forma explícita sin ambigüedad ni posibilidad de ejercer un debate sobre ello. A resumidas cuentas, estamos ante un film que podría ser el equivalente a un ejercicio matemático impecable que parte de la premisa de que dos y dos son cinco; un film que, en definitiva, se hace una enmienda a la totalidad a sí mismo y que arroja más sombras que luces sobre la carrera de Legrand.