Una tienda de cámaras reflex, un móvil con forma de antigualla, cierta pasión por lo escrito y un espíritu nostálgico a camino hacia la modernidad. Tony Webster lo tiene todo para ser el protagonista en un film de Ritesh Batra, y es que en su debut, el cineasta ya dejó claro que lo tradicional, más que una senda hacía la memoria y el recuerdo, también puede ser una forma de entender el periplo vital, huyendo de todo rastro que haya dejado tras de sí el siglo XXI, haciendo desaparecer cosas tan importantes como esa afinidad por la escritura (en papel) ya sostenida en The Lunchbox. De la curiosa mezcla que supone una mirada ciertamente melancólica hacia el pasado y un paso al frente en torno a nuevas eras ante las que es imposible no tomar partido surge El sentido de un final, aquello que se podría entender como una elongación de su anterior film —y no sólo a nivel temático, también de algún modo a nivel tonal—, y que encuentra en un relato donde el pasado vuelve al presente el reflejo idóneo para seguir indagando en esa ingobernable extensión de nosotros mismos que es el recuerdo.
El sentido de un final es, en ese sentido, una obra continuista para con su anterior film. En ella, Batra sigue explorando recursos que ya demostraba manejar con sobrada soltura —y añade otros, como el flashback— en aquella ópera prima con la que sorprendió a propios y extraños. La voz en off que evoca un pensamiento enlazado con épocas pretéritas que complementen el mismo y doten de una palpable evolución a sus personajes, el gusto por esas bandas sonoras armónicas y delicadas y una visión clásica trasladada al plano narrativo funcionan, así, como ejes de un cine cuyo discurso entronca directamente con estos. En ellos, encuentra el cineasta la claridad necesaria para guiar un desarrollo donde tanto los personajes como sus relaciones se desentrañan de forma sosegada, encauzando así una crónica que encuentra en multitud de ocasiones su importancia en el detalle, en las pequeñas cosas; rasgo que, no obstante y acentuado por el cine de Batra, por su tratamiento pausado, no siempre encuentra la mejor réplica en un libreto que en ocasiones peca de resultar un tanto tosco, pero cuya gravedad sin embargo aplaca con acierto el cineasta. No trasciende, de este modo, una faceta que fácilmente podría haber llevado al naufragio un trabajo sin duda ensalzado por la clara perspectiva con que se maneja desde el primer minuto.
Las dudas de un guión —demasiado retorcido, en ocasiones, por otro lado— que parece querer abarcar un terreno dramático mucho más amplio y menos sutil, no se trasladan a un resultado final que, sin embargo, sí adolece de un inconveniente mayor: en la transición de sus personajes, aquello que tan adecuadamente medía Ritesh Batra en The Lunchbox, queda desvirtuado aquí por un cambio que probablemente carece de aquella humanidad y cercanía que sí poseían los personajes de su anterior largometraje. Ello no significa, ni mucho menos, que en El sentido de un final sean meras marionetas al servicio de su relato y disertación; sin ir más lejos, su protagonista —Tony Webster, interpretado por un, de nuevo, inspiradísimo Jim Broadbent— posee rasgos para poder llegar a desarrollar algo de empatía —desde un humor algo cafre (maravilloso el momento del cafe junto a Charlotte Rampling) hasta una simpática proximidad para con sus seres más cercanos—, pero termina por ser su transformación aquella que le anula en cierto modo. Pese a ello, el coherente discurso —esa evolución a través de la memoria y los errores pasados— que vuelve a manejar el realizador hindú, así como un modo de comprender y hacer cine, otorgan la suficiente valía a un film en el que resulta de lo más fácil perderse durante algo más de 100 minutos.
Larga vida a la nueva carne.