Si bien la Historia ha constatado el territorio patrio como uno de esos que ha atravesado etapas negras imborrables, pocas han conseguido congregar el horror como el vivido durante el reinado de la Santa Inquisición española, un periodo al que Raúl Cerezo y Carlos Moriana vuelven en su cortometraje El semblante, punto de partida desde el que hacer converger el cine histórico con el terror a través de una mirada que resignifica los matices de aquel horror donde estar a un lado u otro bien podía ser una cuestión puramente eventual. Esa tesitura queda reflejada desde los primeros minutos en el protagonista del relato, otrora inventor cuyo impulso en pos de una evolución social espoleada por sus hallazgos, quedará coartado a raíz de la intimidación ejercida por un inquisidor, que le llevará a construir el aparato de tortura definitivo, dibujando así el efecto contrario: una regresión (en este caso humana) casi transformativa que impele al individuo a mostrar una vertiente cuyo rostro no refleja sino la desazón ante la imposibilidad de huir o, en su defecto, de poder revertir un encargo que, de no acometerse, conllevaría graves consecuencias.
Con una lograda ambientación, que queda especialmente patente en un cuidado trabajo fotográfico realizado por un colaborador habitual de Cerezo, Ignacio Aguilar —quien también ha contribuido en esa faceta en sus dos largometrajes, La pasajera y Viejos—, acompañado por una banda sonora de corte clásico con ciertos apuntes que se ocupan de afianzar el tono del cortometraje, El semblante ejecuta con tino una idea de lo más poderosa que cristaliza en su desasosegante conclusión, una mirada al vacío donde reverbera ese mal que se extiende más allá de miradas o credos de cualquier clase: su consecución anida en cualquier lugar bajo la batuta de unos pocos.
Quizá es en ese apunte donde Cerezo y Moriana logran dotar de mayor fuerza a esta menuda pieza, que si bien fundamenta su firmeza en esa conclusión, sabe puntualizar con suficiencia un recorrido que, sin necesidad de resultar sugerente —más bien al contrario, exponen a las claras cada pormenor de la decisión tomada por el protagonista: desde la disyuntiva que se le presenta a la relación (rota) con su hija consecuencia de acatar (forzosamente) el encargo—, compone la atmósfera adecuada para que ese caos y esa sinrazón manifestados en la época a la que nos trasladan, se muestren con el suficiente vigor como para acompañar un trayecto dotado de los alicientes necesarios. A ello contribuye la disposición de un elenco donde destaca Carlos Santos en el rol de ese inquisidor fuera de sí, que otorga el cariz adecuado a un relato donde cada espacio dota de la personalidad necesaria al mismo, equilibrando de ese modo un buen trabajo que ratifica que el estado de forma del género patrio no se detiene en los nombres que ya frecuentan el largo con asiduidad y resultados notables, y obtiene la extensión necesaria en un formato que siempre hay que valorar en su justa medida, y que bien podría ser el disparadero de cineastas que, como en el caso de Cerezo, parecen ir obteniendo visos de realidad.
Larga vida a la nueva carne.