Una de las cosas más curiosas del cine de Quentin Dupieux es que resulta una paradoja en sí mismo. O dicho de otro modo, es la filmografía de Schrödinger, sorprende y no sorprende a la vez. Cuando uno se enfrenta a una nueva película siempre sabe que el absurdo, lo irreal e incluso lo esperpéntico con trazas de patetismo dramático estarán ahí pero el director francés consigue siempre asestar un nuevo golpe maestro, un nuevo desvío genérico, una nueva vía tangencial de impacto.
En El segundo acto Dupieux consigue conjugar su habitual querencia por el humor y las situaciones absurdas con algo que ya venía apuntando en anteriores producciones: la presencia de un discurso crítico que consigue justamente sublimar los mecanismos de la comedia. Lo importante pues no es que haya dos vías de lectura sino que no se entienda una sin la otra. Dupieux no renuncia a su estilo, pero demuestra que con el paso de los años ha conseguido ir más allá del director “extravaganza” para pasar a ser un analista fino, un ojo crítico que no da puntada sin hilo y que, en el caso que nos ocupa, se muestra inmisericorde y cruel en su misión de no dejar títere con cabeza.
Y es que El segundo acto no es solo una comedia sobre los límites de la realidad y la ficción, ni tan siquiera el juego gracioso donde se rompe la cuarta, la quinta y hasta la sexta pared. No, esto no es más que una excusa para trufar cada línea de diálogo y cada fotograma de pura Goma-2. Sí, esta es una película explosiva que sabe tejer un discurso narrativo que ataca a la profesión interpretativa, a la industria, al sistema de producción, a las nuevas tecnologías sin obviar temas como la corrección política en lenguaje, la ambición, la falsa tolerancia hacia colectivos minoritarios y, conteniéndolo todo, un clasismo desorbitado de unos actores que se creen por encima del bien y del mal y que confunden constantemente sus papeles con sus vidas, sus actos con sus interpretaciones.
Este es un baile de máscaras que con el paso de los minutos se van deformando más y más hasta su caída definitiva. Con cada comentario afilado, con cada ocurrencia soltada el humor va ‹in crescendo› pero hasta un punto donde la risa se convierte en tic nervioso, en incomodidad, en acabar no pudiendo evitar la carcajada y al mismo tiempo sentir vergüenza de esta. Es justo en ese preciso instante en el que Dupieux parece dar por acabado el chiste y mostrar un epílogo de reconciliación con la humanidad.
Nada más lejos de eso. Puede que el tercer acto sea más sosegado, pero al mismo tiempo es el punto en que la realidad toma realmente forma, en que ya no hay parapeto ficcional donde esconderse y donde la miseria moral cobra más fuerza ya que ya no hay asideros interpretativos, ni juegos meta cinematográficos donde agarrarse. Un desenlace donde el propio Dupieux se autoproclama único dueño de las múltiples capas de su film, un demiurgo que todo lo ve, todo lo juzga y decide cuándo y cómo muestra su ‹modus operandi›, como en el maravilloso travelling final donde decide mostrar el dispositivo y forzándonos no solo a creer sino aceptar que en el cine solo él es el maestro titiritero, ya no solo de sus personajes sino de nosotros, sus afortunados espectadores.