Una aclaración: aunque así se venda en algún que otro sitio, El secuestro de Michel Houellebecq, la última película de Guillaume Nicloux, no es un falso documental. O no lo es, al menos, en un sentido estricto del término. A saber, utilizar todos los mecanismos del documental para armar una alternativa o falsa realidad.
En la reciente lista elaborada por Sight & Sound sobre los 50 mejores documentales de la Historia del Cine, el cineasta norteamericano James Benning sorprendía con su único voto por Titanic (James Cameron, 1997). Un documento asombroso sobre malas actuaciones, decía. Y añadía: “todas las películas son ficciones”. Lo que se desprende de esa última y lapidaria frase de Benning no es más que lo mismo que subyace bajo todo falso documental: la puesta en crisis de esa consensuada opinión que identifica lo documental como el género de lo real. De forma muy temprana, ya desde el documental, Robert Flaherty planteaba en Nanook el Esquimal (Nanook of the North, 1922), quizás de forma inconsciente, las difusas líneas que separan lo real de lo ficcionado cuando en un plano general imposible la cámara buscaba captar la vida del esquimal y su familia dentro de un iglú de cartón piedra, construido especialmente para dar cabida al equipo de filmación.
En el caso de la película de Guillaume Nicloux, existe tanto un cierto dispositivo formal proveniente del documental como una realidad alternativa: la materialización fílmica de una de las numerosas hipótesis que rodearon la desaparición, durante dos días en septiembre de 2011, del polémico escritor Michel Houellebecq (activa parte cómplice en la tramoya orquestada por Nicloux). Sin embargo, los mecanismos propios de la ficción que se acaban apoderando del relato se imponen para distanciarse de una realidad a la que Nicloux nunca quiere ser fiel. En el fondo, lo que plantea una película como El secuestro de Michel Houellebecq está mucho más cerca de aquel cine que busca zigzaguear la frontera entre realidad y ficción como espacio difuso, que de prestarse a un juego tan arraigado al documental como el de I’m Still Here (Casey Affleck, 2011). Quizás porque para Nicloux el formato documental si tiene todavía cierta validez como género de lo real, por mucho que, como argumentaba André Bazin, la realidad radique no tanto en el qué, como en el cómo. O justo lo contrario, porque es precisamente desde el cómo donde Nicloux anula la veracidad del qué: utilizando planos cortos, recurriendo al constante uso del contraplano o haciendo visible el nerviosismo de una cámara que no se cansa de reencuadrar la nueva realidad mediante toscos zooms, fragmentándola.
El secuestro con el que la película explica la fugaz desaparición de Houellebecq resulta tan absurdo e improbable como algunos de los rumores que vieron la luz aquellos días, en parte alimentados por el propio escritor cuya presencia física convierte su figura en alguien tan responsable del experimento como el propio realizador. Su aletargamiento, su casi deambular por el plano con el rostro inexpresivo acaba revelando una faceta cómica que lo acerca a aquellos actores que encuentran la comicidad en la parálisis del rostro y el automatismo de sus movimientos. Por otro lado, la capacidad para reírse de uno mismo, de exponer manías y fobias personales y utilizar el cine como herramienta terapéutica, encuentra su referencia directa en la obra de un cineasta como Woody Allen.
Desde la desnudez formal, desde lo mínimo, El secuestro de Michel Houellebecq corresponde a la desnudez de un escritor expuesto, sin miedo, a una propuesta exorcizante. Mientras, lejos de utilizar todas aquellas herramientas que hagan pasar por verdad el engaño, Guillaume Nicloux deja para otros la discutible cuestión del documental como terreno de una quimérica realidad objetiva. Algo a lo que, en realidad, ningún género podrá aspirar dentro de un arte donde se impone una mentalidad puramente subjetiva. Porque como bien dice Benning, «all films are fictions».