Una camisa del tono adecuado, pantalón con la ralla marcada, perpendicular a su corte. Una barba abundante pero bien arreglada, con ligeros tonos canosos que le dan personalidad. Postura erguida, segura, pero nada intimidante. Y ojos, que los tiene, miran con firmeza, sin expresar un sentimiento contradictorio, simplemente un observador de los acontecimientos.
Enfrente un joven, desgarbado, el labio inferior un poco hacia afuera, con la boca entreabierta. Dirige la mirada hacia arriba, no como síntoma de sumisión, es por la postura en que se mantiene, excesivamente relajada, juvenil, inquietantemente transparente.
Dos trenes paralelos que se aproximan a un cruce de vías. Lanthimos, el que espera con la mano sobre la palanca, tiene el control ante la posible colisión.
Podemos cometer el pecado de afirmar conocer a Yorgos Lanthimos tras tantas películas. Su asepsia formal, sus personajes inertes, sus afilados comentarios que bajo ese entorno y surgiendo de esos personajes nos atraviesan como finas agujas, su crítica social soterrada en un peculiar humor vacío. Sí, podemos hacer el listado de conceptos e imágenes que sabe transmitir Lanthimos, pero al ver sus películas visitas cada momento como un intruso y somatizas la distancia prudencial con la que el caos entra en un escenario pasivo, en un personaje plano, y lo sientes en las entrañas y en la cabeza a la vez. Así que no, no conocemos a Lanthimos, si es capaz de generar unos mismos sentimientos desde cualquiera de sus películas, imprevistamente diferenciadas, siempre la misma.
El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017) tiene ese pasillo de hospital con una iluminación brillante, extrema diría, de formato aséptico aunque tal como se avanza por él puede resultar intimidante. El mismo pasillo da pie a simetrías inconexas y dando pasos por él aparecen puertas y ventanas, cristales acechantes de reflejo. El reflejo. Esas puertas no son únicamente entradas, pues unos impersonales carteles muestran con su extenuante rojo la salida. EXIT, y el doctor atraviesa la puerta. EXIT, y allí va otra vez.
El buen doctor. Que sea cardiólogo y parezca incapaz de demostrar su “corazón” es más que significativo. Colin Farrell vio la luz al cruzarse con Lanthimos, porque su falta de estímulo es perfecta para encarnar sus personajes. Si con Langosta vimos un ligero cambio en la narración del director, es tal vez El sacrificio de un ciervo sagrado la que tiene las connotaciones más suaves y coloristas de todas sus películas. Aunque el daño final es el mismo. En un mundo donde la falta de decisión y la apatía ante la destrucción de lo ajeno es habitual (siempre meros espectadores de nuestros dramas), Yorgos decide arremeter contra una familia acomodada —padre, madre, hija, hijo— para desestructurar su burbuja. Lo hace a partir de los ideales de lo sagrado y la muerte (ese tema que tanto parece obsesionar al director), metiéndonos en un bucle destructivo y narcisista, incluso sobrenatural o terrorífico (este calificativo siempre encaja con él).
Lanthimos nos traduce esa fobia que genera la sociedad a partir de reflejos. Poco a poco nos percatamos que un cristal siempre puede ocultar a sus protagonistas, reflejando en esos cristales la naturaleza, objetos, otros personajes… todo es válido para marcar esa distancia entre lo que ocurre y lo que el entorno ofrece, al tiempo que los espejos trabajan con mayor amplitud si cabe. Amparado por su pulcritud visual, parece un objetivo cumplido el marcar una línea media en muchos de sus planos, una acción que centra nuestra atención sin ser capaz de llamarlo simetría por las diferencias casi inapreciables de ambos cuadrantes de la imagen.
A estas alturas, lo del bien y el mal es algo que apenas importa en los mundos del griego, y es difícil destacar un personaje por encima de otro, cuando todos nos ofrecen un retorcido concepto a partir de sus actos, pero sin duda es Martin (interpretado por Barry Keoghan) el que nos hará sangrar, pues le ha tocado el rol imposible, que perfectamente puede explicarse con palabras. Porque son las palabras las que mejor definen las intenciones del director, y aunque el nivel de violencia ha bajado con los años, la bofetada con mano abierta sigue ahí, esa que nos dejará una marca instantánea en el rostro, roja y humeante, y otra indeleble en nuestro recuerdo.
Bella, como siempre, e incómoda como se espera. Así es El sacrificio de un ciervo sagrado.