Completamente olvidado por las nuevas generaciones de cinéfilos y también desterrado por parte de la crítica especializada, merece la pena reivindicar en un espacio como nuestra web a una figura tan llamativa como la de Robert Hossein. Quizás éste cometió el pecado de iniciar su carrera como director (tras una próspera etapa como actor) justo en el momento en el que esa nueva generación de cineastas estableció un nuevo paradigma de concepción cinematográfica, me refiero a la ‹Nouvelle vague›. Puesto que el séptimo arte producido por Hossein abrazaba una esfera muy ligada al cine de género norteamericano (muchas de sus primeras propuestas se encuadraron en el thriller) y por ello podría ser tachado como un artista perteneciente a ese grupo de adoradores del ambiente más comercial.
Si que es cierto que el objetivo del autor de El asesino de Düsseldorf pudo ser construir una plataforma destinada a lograr el éxito de taquilla. Ello se desprende al revisar su filmografía, repleta de cine de género, cincelada a través de un planteamiento consistente en explotar las virtudes de las películas que abarrotaban las salas de cine allá por la década de los cincuenta y sesenta. Pero igualmente echando un vistazo a sus películas más populares es de sentido resaltar que Hossein fue un autor con mayúsculas. A pesar de que el suspense y la acción vertebraba el material de sus argumentos, no es menos cierto que ello no era más que un recurso para verter las verdaderas intenciones de este actor metido a director. Estas eran: perfilar la psicología de unos personajes heridos por la tragedia y por su pasado; ahondar en las interrelaciones que se establecían entre sus protagonistas, unos seres desequilibrados afectados por toda una serie de traumas interiores detonados en primer plano en pantalla; radiografiar el hábitat atmosférico por el que caminaban los actores a través de una arquitectura conceptual precisa y preciosista que permitía dar rienda suelta ese alma de pintor que poseía Hossein. Ya que todas las cintas dirigidas por este maestro incomprendido por la crítica de su época ostentaban un óleo muy elegante y riguroso, exhibiendo ese dominio de la puesta en escena, de la subversión del silencio y de creación de espacios profundos y trascendentes que detentaba el director de La mort d’un tueur.
En este sentido quiero rescatar una cinta extraordinaria y absolutamente menospreciada como es El sabor de la violencia. Un film mucho más importante de lo que podría parecer en un principio. Al mismo se le cataloga como uno de los primeros —por no decir el primer— ‹spaghetti western› de la historia del cine. Hecho muy singular, puesto que se trataba de una producción francesa con contribución italiana y alemana. Es verdad que en 1961 en Italia no había despegado aún el género. Únicamente se habían producido una serie de comedias protagonizadas por Ugo Tognazzi que caricaturizaban los paradigmas del western con el fin de despertar la carcajada del espectador. Por tanto no podríamos afirmar que el Spaghetti Western había nacido ya, convirtiendo pues a El sabor de la violencia en una perfecta lanzadera a partir de la cual inaugurar el mismo.
Pero calificar este film como un Spaghetti sería algo muy evidente. Porque El sabor de la violencia es algo más que un simple western. Se trata más de una deformación de las normas básicas del western americano, para amoldarlas al terreno que deseaba Hossein. Aquí no vamos a encontrar violencia extrema ni personajes desharrapados y desdentados con aspecto de no haber tocado el agua desde hace años. Tampoco esa suciedad natural unida al imaginario de Sergio Leone y Corbucci. Ni con una película que sustenta su esqueleto en la pura acción pirotécnica.
Y es que el hecho de situar la trama en medio de la Revolución Mexicana no es suficiente para su adscripción al western surgido en Italia. En mi opinión Hossein se apoyó más en la tradición narrativa norteamericana, haciendo suyos los arquetipos del western clásico para derivarlos a su propio contorno. Sin duda la sinopsis acoge influencias de varios monumentos del séptimo arte norteamericano. Dado que El sabor de la violencia es una especie de mezcla de Colorado Jim con ciertas gotas de Los implacables y con esa referencia “fordiana” que la conecta con La diligencia. Películas todas ellas en las que un grupo heterogéneo de personajes emprendían un largo y azaroso viaje en el que se avecinaba un final para nada tranquilo y donde una mujer descolocaba la estabilidad mental de los protagonistas, encendiendo la mecha de ese fuego carnal inherente al pistolero crecido a base de testosterona.
Este podría ser un breve resumen de lo que trata la cinta protagonista de esta reseña. Ella nos sitúa en plena Revolución mexicana, arrancando con el asalto a un tren de pasajeros por parte de una partida de rebeldes encabezados por Pérez (Robert Hossein) un lugarteniente y hombre de confianza del General Guzmán, un líder revolucionario que trata de derrocar al Presidente Laragana. El objetivo del asalto no es en este caso robar armamento ni tampoco oro. La finalidad no es otra que tomar como rehén a la hija de Laragana para utilizarla como moneda de cambio con la que liberar a un grupo de 50 partidarios de Guzmán que se encuentran presos a la espera de ser fusilados. Así, Pérez se dirigirá en compañía de Chamaco (Mario Adorf) y Chico Domínguez hacia el refugio que alberga a Guzmán, más allá de las montañas mexicanas, transportando su preciada carga: la bellísima María Laragana, una joven morena, atractiva y muy caprichosa cuyo orgullo de estirpe la impide empatizar con los revolucionarios.
En el camino surgirán toda una serie de problemas. En primer lugar el cuarteto deberá esquivar la vigilancia de varias patrullas del ejército mexicano que andan merodeando por la zona en busca de la desaparecida María. En segundo saltarán chispas entre los tres compañeros de revolución debido a la presencia de la presa por varios motivos. Por un lado Chamaco se mostrará proclive a canjear a la cautiva por una ingente cantidad de dinero renunciando por ello a cumplir con la misión encomendada. Para lograr su objetivo tratará de engatusar a Chico para ponerlo en contra del jefe Pérez, el único miembro de la cuadrilla que parece esquivar la llamada monetaria pues valora a María como un objeto de incalculable estimación: el valor de las ideas que para Pérez posee mucha más importancia que la simple tenencia de riquezas. Por el otro Chico se enamorará perdidamente de María, caminando así entre dos aguas: la del deber impuesta por Pérez y la del amor ligada a la hermosa y fría María, que aprovechando la ceguera del joven revolucionario tratará de evadir la vigilancia del siempre cauto Pérez. Todo esto supondrá la explosión de una serie de intrigas y traiciones que pondrá en peligro la supervivencia del grupo. Pero la valentía y rectitud mostrada por Pérez supondrá un cambio de ideales en María, quien será consciente de la presencia de un ser íntegro ajeno a la traición a sus creencias. Un tipo de hombre inexistente en su anterior vida disfrutada entre la frívola y superficial aristocracia mexicana. ¿Podrá Pérez vencer las adversidades y cumplir su cometido?
El sabor de la violencia es un western muy especial. Tanto por su envoltorio visual como sobre todo por el esbozo psicológico realizado por Hossein de unos personajes antagónicos que conectan muy bien con esos misterios que envuelven la condición humana. De ese Pérez infatigable ante las desgracias, luchador sin descanso contra las injusticias y blindado contra el amor. De María, una muchacha orgullosa, altiva y seca que acabará conquistada por la rectitud de las ideas revolucionarias. Por otro lado ese Chamaco felón, traicionero y chaquetas, que combate para la revolución de igual modo que lo podría hacer para el ejército. Un rostro sin ideales y totalmente amoral. Solo movido por el poder del dinero. Y finalmente ese Chico ingenuo, romántico y soñador que se asemeja con esa juventud desorientada y desmotivada que camina sin un rumbo fijo. Pero no puedo dejar de acentuar el magnético disfraz visual puesto en práctica por Hossein. En este sentido, la película luce como un western paisajista fotografiado mediante unas tomas que captan en toda su plenitud la belleza de los parajes naturales donde tiene lugar la escena. Así Hossein no hizo ascos en plasmar esa atmósfera salvaje y naturalista de agrestes montañas y caudalosos ríos enfocando éstos siempre desde la distancia con objeto de captar unos hipnóticos planos de esos cielos, caminos empedrados y fundamentalmente de esa mar que adquiere la fantasmal presencia de la muerte pero también de la vida y esperanza.
Con estos mimbres tiznados de clasicismo, Hossein consiguió levantar un proyecto ambicioso y muy bien resuelto, constatando su talento para desmenuzar la psicología y fantasmas interiores que azotaban a sus personajes. Asimismo la cinta denota ese gusto por explotar el silencio y la geometría escénica tan típico de Hossein. La cinta combina con mucho acierto una puesta en escena vigorosa y recargada con un montaje donde prima la poesía visual. Unas imágenes compactas, impactantes y que encierran mucha sustancia en sus vértices. No puedo olvidar esos diez minutos finales donde apenas aparecen los diálogos. Donde la cámara se mueve de forma minuciosa y perfectamente orquestada, dialogando con el espectador simplemente a partir de unos sencillos ‹travellings› que oponen la mirada y presencia de Pérez y María dando por hecho que el amor entre los dos resulta más que imposible. O ese plano general que cierra el film de puro sentido metafísico. Dos almas en pena incapaces de ser felices que se alejan sin echar la vista atrás para encontrarse con su ansiada felicidad. La revolución ha fracasado, de igual modo que el amor. Pues el amor es en cierto sentido una especie de rebelión que trata de sobrevivir en un mundo pensado para la mecanización de tareas y el apaciguamiento de los sentimientos. Una sensibilidad desbordada en pantalla en este western de revoluciones fallidas y amores imposibles que merece estar entre los más grandes episodios de la historia del cine europeo.
Todo modo de amor al cine.