El encuentro que propicia Ofir Raul Graizer en los primeros compases de El repostero de Berlín —conocida internacionalmente como The Cakemaker, que se llevó el Premio Ecuménico del Jurado de la Sección Oficial de Karlovy Vary— plantea una doble disyuntiva que el cineasta de origen hebreo afronta con una capacidad lectora e interpretativa en la que transportar un paso más allá el núcleo del relato de su obra. En primer lugar, y tras dirimir una relación que terminará de forma abrupta cuando Thomas, un pastelero que reside en Berlín y tiene allí su negocio, averigüe que Oren, un ingeniero israelí con el que había asentado un vínculo afectivo, ha fallecido en un accidente de coche, estableciendo así un periplo donde la propia identidad entra en conflicto al intentar afrontar aquello que ya no tiene vuelta atrás: la muerte. No obstante, ese debate interno que acometerá cuando decida viajar a Jerusalén para indagar acerca de una vida, la de Oren, que solamente conocía por la exposición que este realizaba de la misma, entablará del mismo modo un choque social al encontrarse en un país donde no está habilitado para realizar sus propias elaboraciones al no poder otorgarles el sello ‹kosher› —es decir, apto para el consumo dentro de los preceptos de la religión judía— debido, básicamente, a su procedencia —aquello a lo que los judíos llaman ‹goy›, que no es otra cosa que personas ajenas a su pueblo—.
Aquello que se podría instaurar como un mecanismo en el cual encontrar los suficientes matices en el desarrollo de un contexto dramático específico, es sin embargo desplazado por el cineasta mediante una sensibilidad que emplea la sutileza a través de una naturalidad expresada más allá de la tonalidad que va adquiriendo la crónica de Thomas en territorio ajeno. Es así como tanto perspectiva como cámara se convierten en piezas fundamentales para un autor que parece encontrar en las distancias un modo de expresión idóneo —algo que se evidencia especialmente en algunas de sus secuencias más significativas—, haciendo de la construcción del plano y de los espacios que lo sostiene una herramienta elemental en la contención que describe a su protagonista; asimismo, la gestualidad deviene un componente particular en el que delinear el carácter e intenciones de sus personajes en algo que se constituye como una de las virtudes centrales de El repostero de Berlín, asumiendo así la concepción de un drama que se desentraña en aquello que manifiesta, pero también en unos silencios que exponen a la perfección el sentir de sus personajes, especialmente del protagonista, que encuentra en la singular expresividad de Tim Kalkhof su principal atributo.
De este modo, el devenir de un relato cuyo rumbo parece en cierto modo predeterminado, pero no por ello menos sugestivo —y es que Graizer administra a la perfección tanto los tiempos como la visibilización de un choque cultural que sabe desentrañar y conducir con acierto—, establece las vías para aquello que se constituye como una conciliación pero, ante todo, como el descubrimiento identitario en un contexto que se muestra tan hostil en ocasiones, como fijado en una tradición que impide el aislamiento siempre y cuando se acepten los preceptos de una religión que parece dominar las vidas de sus practicantes; un hecho que no obstante choca con la figura de Anat —esposa viuda de Oren, interpretada por la magnífica Sarah Adler, que terminará acogiendo a Thomas en su café—, que entiende su postura como propietaria acatando las normas con algo de desarraigo —aunque no sin cierta responsabilidad—, e incluso rechazándolas ante su cuñado en determinados momentos. Es en esa óptica desde la que se desprende la culminación de una relación y un relato, comprendido este a través del detalle y la delicadeza con que está compuesto, cuya honestidad se expone como clave y mide el valor de Graizer como un cineasta, si bien con terreno por recorrer, de sobrado talento para no perder de vista su evolución.
Larga vida a la nueva carne.