El Remolino es un minúsculo poblado perteneciente a la ciudad de Catazajá en Chiapas, al sur de México. Lugar que sufre una dualidad, la sequía y las constantes inundaciones que sufre todos los años como causa del desborde Río Usumacinta. La documentalista española Laura Herrero se adentra en este lugar que parece sacado de un cuento cuasi apocalíptico, donde el agua y el barro son un personaje más, pero que sus pobladores lo ven como parte de su cotidianeidad. Aquí muestra trazos de un puñado de personajes: los hermanos Esther y Pedro, sus progenitores y un par de hijos de la mujer.
La película inicia ubicando al espectador respecto a la característica historia de esta zona, sus fundadores y la deforestación que causa las incesantes inundaciones, incluso en algún momento mostrando en paralelo el trabajo de una sierra eléctrica y el desmembramiento de grandes trozos de tierra que caen al agua, se consume poco a poco el suelo. La cámara se mueve sutil y sigilosamente en los parajes que parecieran mostrar las secuelas de un desastre, pero más allá de eso, es el día a día de sus pobladores, que deben sortear estas vicisitudes adaptándose a un entorno complicado.
Observamos a unos cuantos personajes que poco a poco van tomando forma de quienes son.
Esther, una mujer que tiene como único fin en su vida sacar adelante a sus hijos y lograr lo que ella nunca pudo: estudiar. Fuerte, valerosa, decidida, una mujer forjada en un medio complicado que tiene sus ideas claras. Con esfuerzos logró comprar una cámara de vídeo, donde pasa grabando su día a día; es llamativa su visión, graba para recordar en un futuro a los muertos, para visibilizar a quienes pueden ser olvidados, como lo hace la propia Herrero, quien a su vez toma imágenes “prestadas” a Esther para reproducirlas en su metraje.
El otro personaje central es Pedro, de cuarenta y tantos años, quién ha tenido que aprender a vivir con su sexualidad en un contexto complicado, donde no es ni siquiera aceptado por su padre. Sus fornidos brazos propios de un hombre dedicado a la agricultura contrastan con la delicadeza en el trato a sus patos y gallinas. Su mirada ofrece nobleza, también está lleno de sueños como su hermana, cree en el amor, anhela tener una hija.
Pero además de la situación personal de estos personajes, la directora también traslada su obra a un ambiente más amplio de la comunidad propia. Gente que vive de la agricultura cuando hay sequía, con nulas oportunidades de estudio, que deben trasladarse en botes con la crecida del río, que ven como su vida es un ciclo, como un remolino, fenómeno que tampoco pueden abandonar, al menos en el caso de Pedro y Esther, se sienten amarrados a la tierra a la que pertenecen, a la tierra que su Dios les dio.
El Remolino, un documental humano, esos trabajos que no se centran en prominentes figuras, sino en lo común, donde la calidad de la realizadora —como es este caso— debe sobresalir para llevar adelante un entramado atractivo. Herrero logra eso y logra también mostrar belleza en un medio complicado, donde en partes iguales muestra esperanza y desesperanza, complicación y aceptación.