La filmografía de Vincente Minelli está repleta de grandes títulos marcados a fuego en los libros de la historia del cine. Títulos englobados en géneros muy diversos. Fue uno de los pioneros en sentar las bases del cine musical de la Metro-Goldwyn-Mayer con obras seminales como Cita en San Luis, Yolanda y el ladrón, El pirata o las posteriores Un americano en París y Melodías de Broadway. Del mismo modo, en su magnífica carrera también cinceló espléndidas comedias como El padre de la novia o Mi desconfiada esposa. Pero si hay un género en el que destacó el gran Minnelli éste fue sin duda el melodrama clásico. Filmes como Cautivos del mal, Con él llegó el escándalo, Como un torrente, Té y simpatía o incluso un ‹biopic› con tintes de melodrama como El loco del pelo rojo son claras muestras de la maestría del cineasta italoamericano.
Quizás la película que vamos a reseñar a continuación (El reloj) no se encuentre entre las más conocidas del maestro Minnelli. Este injusto olvido puede que se deba al hecho de ser una de sus primeras películas o, igualmente, por no tener una pareja protagonista de las que la cinefilia en general idolatra (cierto es que la presencia de Judy Garland es muy estimulante, pero no está asistida con el acompañamiento de un actor de relumbrón, sino que el compañero de la esposa de Minnelli no es otro que el eficiente Robert Walker, más conocido por ser el villano de Extraños en un tren).
No obstante, he de confesar que el descubrimiento de El reloj resulta una más que grata sorpresa. Podríamos comparar este dulce para nada empalagoso con una especie de Antes del amanecer de Richard Linklater al estilo clásico. Ambas cintas ostentan el mismo espíritu, otorgando mucha relevancia a los designios y casualidades que el destino provoca a través del cruce de las vidas de dos jóvenes solitarios y desconocidos que a base de conversar sobre las pequeñas cosas de la vida, de ejercer el noble arte de pasear sin más preocupación que dejar pasar el tiempo o de resolver las pequeñas tareas que el día a día nos impone con objeto de romper la monotonía y el hastío vital, comenzarán a establecer una relación que transitará desde la simple cortesía al enamoramiento platónico e instantáneo en el corto plazo de unas pocas horas.
El reloj es una radiografía del enamoramiento, desde el primer contacto de los enamorados hasta su culminación, incluida la incertidumbre posterior que toda meta alcanzada provoca. La historia se sitúa espacialmente en la ciudad de Nueva York enfocando la acción en los ambientes de finales de la Segunda Guerra Mundial, resultando esclava de la época en la que se filmó (el año 1945). La guerra estaba dando sus últimos coletazos y el cine servía como medio de distracción generador de moral tanto para los soldados como para sus familias. Es por ello que el protagonista masculino de la epopeya se alzará como un joven soldado que se encuentra en la gran manzana disfrutando de un permiso de 48 horas antes de su partida de nuevo a las trincheras. El primer escenario que muestra el film será la estación central de ferrocarril de Nueva York, sin duda un lugar emblemático para el cine —recordemos las magníficas secuencias filmadas en este mítico espacio en cintas como Los intocables de Eliot Ness, Atrapado por su pasado, etc.—. El tren, ese aliado de la melancolía en el cine que se presta a la metáfora poética gracias a la idea de viaje, las despedidas, los encuentros furtivos o esa falsa sensación de comunidad impostada por la cantidad de gente que camina por los diferentes andenes de la estación. Una sensación irreal que no sirve para ocultar la soledad que plaga la vida de los ciudadanos de esas urbes mastodónticas e impersonales.
En la estación se halla un joven soldado despistado por la presencia de la muchedumbre y los ruidos urbanos, que añora la tranquilidad que le aportan el campo y la vida rural de su ciudad natal. Un designio del destino ocasionará que el joven se tope con una vivaz, solitaria y apresurada muchacha. Un choque que provocará la ruptura del tacón del zapato de la desconocida. Este simple hecho originará que la que iba a ser para el soldado una aburrida estancia de 48 horas en la ciudad de los rascacielos, se convierta en una oportunidad para demoler su triste soledad. De este modo ambos personajes iniciarán, con un simple paseo en autobús y unos posteriores paseos por las calles y museos de la ciudad estadounidense, una relación de amistad que poco a poco se irá fortaleciendo a través de conversaciones sobre asuntos tan cotidianos como el trabajo, la familia y el pasado.
La cámara de Minnelli perseguirá, como un fantasma invisible, a la pareja protagonista en sus peripecias. Y así, a través de los breves pasajes que discurren en la aventura iniciada en la estación de metro, y casi sin que nos demos cuenta, el primerizo conocimiento mutuo se transformará en amor. Un amor sincero, limpio y profundo, casi platónico. Un amor cotidiano, respetuoso, que brota de verdad sin adornos ni deseo sexual. Minnelli insertará, en el tramo final del metraje, una pequeña subtrama de intriga en la que los protagonistas deben vencer al tiempo y al reloj que marca el paso de las horas y por tanto señala la partida del soldado al frente.
La escena con la que culmina el film es pura poesía cinematográfica, dibujada mediante un maravilloso ‹travelling› que induce a pensar que toda la vida no es más que un azar tortuoso que se disfruta con esas pequeñas cosas que no parecen tener importancia. El autor de Como un torrente dio muestras de un virtuosismo al alcance de muy pocos cineastas, dotando a la cinta de esos montajes y fotografía tan elegantes al más puro estilo de la época dorada de Hollywood. Sin duda, una de las mejores, y menos aclamadas, películas del maestro que merece un mayor reconocimiento dentro de una filmografía espectacular de uno de los más grandes genios del cine clásico estadounidense.
Publicada originalmente en el blog Los clásicos de la literatura, cine y música, relacionados
Todo modo de amor al cine.