La fusión natural
Una de las imágenes más memorables de El reino animal es un primer plano de una niña cambiando la pigmentación de su piel, como si fuera un camaleón, camuflándose con la rugosidad de un árbol. Una fusión entre lo humano y lo natural encarnada en la nueva película de Thomas Cailley, presentada en la sección oficial del Festival de Sitges. En un futuro cercano, la humanidad se ve azotada por una extraña enfermedad que provoca mutaciones animales en el cuerpo de las personas. François (Romain Duris) y su hijo adolescente, Émile (Paul Kircher), se mudan cerca del hospital donde mantienen internados a algunos de los que padecen la enfermedad. Sin embargo, los mutantes escapan y, entre ellos, se encuentra la madre de Émile. Así empieza una notable cinta de aventuras que, además, resulta ser una magnífica fábula sobre la aceptación del otro; acaso una de las obras más políticas vistas recientemente.
La solidez del discurso de Cailley permite lecturas interpretativas variadas y el filme puede abordarse desde diferentes puntos de vista contextuales —situación postpandémica, animalismo, crisis climática, redefinición de los cuerpos en calve ‹queer›…— porque, ante todo, El reino animal cree en sus posibilidades expresivas como relato esencialmente humanista —un proceso hacia la intimidad entre un padre y su hijo—. La contemporaneidad de su contenido temático nunca se antepone a la narración en imágenes que, por momentos, Cailley desenvuelve magistralmente.
En este sentido, el cineasta francés demuestra tener dominio en diferentes registros formales. En la excelente secuencia inicial, lo sugerido como recurso expresivo, siendo el fuera de campo dentro del plano un elemento de puesta en escena clave, es usado tanto para generar tensión dramática como para establecer un contexto fantástico inscrito en la cotidianidad de lo humano. Siguiendo la línea de un tratamiento visual evocador, es brillante que la representación en el plano de los mutantes y las fuerzas armadas que van en su busca sea prácticamente idéntica, cuestionando exclusivamente mediante imágenes la categoría de bestia dentro de la narración. Asimismo, el director de Les Combattants (2014) es capaz de abrazar un virtuosismo pasmoso sin que ello lastre sus intenciones poéticas, como bien ejemplifica el bellísimo plano subjetivo del suelo alejándose bajo la mirada aérea de un hombre-pájaro que alza el vuelo, el extraordinario plano secuencia del último acto o los vibrantes seguimientos con teleobjetivo de persecuciones a través de la maleza forestal.
La política de las imágenes de El reino animal surge, pues, de la pulsión artística de una cámara que sabe cuándo moverse y cuándo detenerse, que mira el mundo al narrar; de una puesta en escena en la que lo fantástico no es una excusa, es un objeto de exploración en sí mismo, misterioso y fascinante. Aunque le pese un metraje demasiado extenso, la película de Thomas Cailley es emocionante, honesta y está repleta de ideas visuales. Una de las joyas del festival.