Luciérnagas tristes para personas desamparadas.
A alguien que sigue almacenando agua en una vasija de barro agrietada por el paso del tiempo, a pesar de tener en su casa vasos y botellas de cristal completamente nuevos, recipientes modernos que transmiten una imagen de modernidad, de avance, de tiempo presente o, si se quiere, incluso futuro, eso es lo que filma de forma arrebatadoramente bella Li Ruijun en El regreso de las golondrinas, cinta que se alzó con la Espiga de Oro en la pasada edición de la Seminci y que, además, compitió en la sección oficial del Festival de Berlín.
La familia de Ma (Hai Qing), una mujer con dificultades para socializar y problemas renales serios derivados del ‹bullying› que sufrió cuando era niña, le obliga a casarse con Cao (Renlin Wu), el campesino más pobre de la zona. Ella acepta y la vida que llevan en común, para sorpresa de nadie, avanza a duras penas. Así, el día que derriben su casa sin ni siquiera preguntarles, se verán obligados a construir, con barro, sufrimiento y altas cantidades de silencio, un nuevo hogar en el que trabajar para sobrevivir —nótese el matiz—. Las horas sudadas entre espigas, los llantos ahogados por la lluvia y los gestos de ternura escritos en la arcilla se sucederán entonces por pantalla con el temple, la calma y la parsimonia propia de la realidad.
«Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa,
que todo aquello que toco ya lo he tocado; (…)
que la vejez hace resaltar por impaciencia sólo las miserias,
no saldré nunca de aquí por más que sonría
que doy vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada,
que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar siempre de la misma,
que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura,
que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.»
Estos versos de Pasolini bien podrían haber sido escritos por los protagonistas de El regreso de las golondrinas. Y es que las imágenes que construyen el poema pueblan también una cinta que, en líneas generales, se podría denominar como muy italiana: Li Ruijun coge las bases marxistas del Visconti de La tierra tiembla, las mezcla con la predilección que sentía De Sica por retratar a los más indefensos dentro de los indefensos —huérfanos, niños y ancianos, pobres todos ellos— y lo condimenta con el gusto del ya mencionado Pasolini por los objetos, las tradiciones y las rutinas de los pueblos preindustriales. El resultado es una película poseedora de una hermosura natural apabullante, de una dignidad y una honestidad más grande que la propia pantalla en la que se proyecta, de un sentido crítico tan sutil como certero.
La idea es poner en escena a unos personajes que tengan tatuadas en la piel todas las injusticias, todos los maltratos, todos los crímenes legalizados que el capitalismo ha perpetrado a lo largo de la Historia y hacer que el respetable, a base de escuchar su mutismo, de tocar con las pupilas el barro que utilizan como materia prima, de abrazar ese dolor que nunca llegan a liberar, se escandalice, primero, y se cuestione muchas cosas, después. Todo sucede en silencio y en la sombra, porque no se trata de componer un cuadro lleno de situaciones exageradas que denuncien lo obvio, sino de retratar de forma minuciosa la rutina de dos personas condenadas a regar la tierra con su propia sangre y otorgar, a través de metáforas cotidianas, de pequeños gestos en apariencia intrascendentes, los elementos necesarios para que cada uno haga sus correspondientes reflexiones.
Li Ruijun iguala al espectador con los personajes, le impone la lentitud de su rutina y la dureza de su trabajo, pero también le regala el lirismo y la emoción de esos momentos en los que el amor se abre paso entre las dificultades para iluminar parcialmente una felicidad manchada por la sombra de lo efímero. La cinta se podría enmarcar dentro de eso que Paul Schrader llamó ‹slow cinema›. La extensa duración de los planos, la inexistencia de una línea argumental definida en la que se vayan sucediendo diferentes acciones que hagan avanzar la historia, y el ascetismo de una puesta en escena en la que predomina un uso del gran angular, son los elementos con los que el director construye una cinta en la que la desbordante belleza de Visconti, el humanismo visceral de De Sica y la poética desgarrada de Pasolini se dan la mano para crear algo nuevo, completamente emocionante, arrebatadoramente bello e inevitablemente desolador. Porque este tipo de narraciones protagonizadas por la vasija vieja, ya se sabe, nunca terminan bien; siempre están bañadas por una luz que no ofrece esperanza. Cosas del capitalismo.
Me llega esta película porque me recuerda los últimos coletazos de un modo de vida rural en mi tierra yo alcancé a conocer un poquito. Refleja una modernidad vendida al progreso a cualquier precio. Se sitúa en China, pero es un proceso por el que han pasado todas las sociedades presuntamente desarrolladas. Y por el que aspiran a pasar (o el sistema obliga a pasar) todas las poblaciones que aún hoy en 2013 viven apegados a la tierra. Me pregunto si es posible un sistema que permita mantener el contacto y reverencia por la tierra, y a la vez alivie las duras condiciones que ese contacto ha conllevado durante siglos.