El evangelio según Marco Bellocchio
Marco Bellocchio ha dedicado gran parte de su filmografía a analizar los entresijos del poder en Italia; a bucear en el barro de la Historia para arrojar algo de luz sobre las infinitas injusticias que se han producido y se siguen produciendo; para intentar entender el presente a través de la sangre con la que se escribió el pasado. Sólo entre sus últimos trabajos se pueden encontrar Vincere, en la que retrata los inicios de Mussolini; El traidor, cuyo protagonista es Tommasco Buceta, el desertor de la mafia gracias a cuyo testimonio se pudo juzgar y encarcelar a los integrantes de la ‹Cosa nostra› en los noventa; Marx puede esperar, en la que documenta con precisión tanto a la juventud del 68 como la educación opresiva, delirante y ultracatólica que recibieron; y la serie Exterior noche, un impresionante documento audiovisual en el que destapa las cloacas del estado y los poderes fácticos que no tuvieron ninguna intención de rescatar a Aldo Moro. Si el cineasta italiano había zambullido su cámara de lleno en la dictadura fascista, el gobierno opaco y corrupto de la democracia cristiana —dirigida por Giulio Andreotti, quien, cuestionado por el asesinato de Pasolini, respondió que «él se lo estaba buscando»— y las organizaciones criminales que imperaban en la sombra durante este último período, ahora, con El rapto, se adentra en las esquinas más oscuras y sangrientas de la Iglesia para continuar su minuciosa, profunda y vibrante disección de un país, el suyo, que bien podría ser cualquiera.
La cinta, basada en hechos reales, tiene lugar en la Bolonia de 1858. Allí, los soldados del papa secuestran de forma legal —según las leyes imperantes— a Edgardo (Enea Salva), uno de los hijos pequeños del matrimonio judío de los Morgara (Fausto Russo Alesi y Bárbara Ronchi), para educarle en la doctrina católica, puesto que, según ellos, la criada que le cuidaba le había bautizado a escondidas y, por tanto, les pertenecía. A partir de aquí, la familia moverá cielo y tierra en su desesperado intento de recuperar al niño.
El rapto funciona como un poliedro cuyas aristas afiladas se van clavando en la pupila del espectador a medida que este ejerce más fuerza con la mirada en su deseo de llegar al corazón en llamas del mismo. Bellocchio no sólo pretende mostrar con una transparencia lacerante los abusos de poder cometidos por la Iglesia a lo largo de la Historia —que también—, sino trazar un paralelismo con la actualidad para dejar constancia de cómo dicha institución sigue ejerciendo impunemente todos los tipos de violencia —política, económica, física, psicológica— que sean necesarios para salirse con la suya, aunque ahora lo haga desde la oscuridad y con un poco más de sutileza. La idea es convertir la pantalla en un torbellino de espinas, llantos disecados por el paso del tiempo y vacíos devenidos en raíces de locura, que vaya absorbiendo al respetable hacia su núcleo para que pueda entender de dónde vienen muchos de los males del presente y, por tanto, les pueda poner una solución. Así, el director se adentra en asuntos tales como los orígenes de Italia, la difusión por parte de las élites clericales de libelos de sangre con la intención fomentar el antisemitismo, el carácter sectario, integrista e intransigente de las altas esferas del Vaticano, las miles de injusticias sobre las que se construyen las sociedades modernas, y los peligros que tienen los extremismos religiosos.
Las imágenes chocan contra los bordes de la pantalla, corren enfebrecidas de un lado a otro de la misma, saltan con miedo sobre los ojos del espectador y cosen con susurros la angustia de unos personajes incapaces de hacerle frente a un poder autoritario que ha arruinado sus vidas de forma irreversible. El autor de Las manos en los bolsillos alterna con mano maestra la tensión del thriller con el intimismo del drama y la ferocidad de la denuncia social, y obtiene como resultado una obra homogénea pese a su heterogeneidad que revela las caras ocultas de una realidad dispuesta a cambiarlo todo para que todo siga igual, al mismo tiempo que desespera hasta la emoción a un público que no puede sino sentirse impotente y solo.