Todo lo que rodea a Tony Kaye es extraño y confuso. Pero, ante todo, es un tipo maldito.
Tony Kaye sorprendió a todos allá por 1998 con su primera cinta, titulada American History X. El caso fue que, a pesar del enorme éxito de la película, las cosas no acabaron muy bien entre el cineasta y la productora, que quería que Edward Norton saliera más en pantalla en detrimento del joven Edward Furlong, por lo que el montaje final no corrió a cargo ni fue supervisado por el director.
La cosa acabó lo suficientemente mal entre entre todos y como el resultado final distaba en demasía de lo pensado por Tony Kaye, este se negó a reconocer la obra final como suya, por lo que durante mucho tiempo figuró en el apartado de dirección el nombre de un tal Alan Smith. Y es que Alan Smith es el seudónimo en el que se amparaban todos los cineastas que renegaban de sus obras y preferían ocultar su nombre en los créditos (ya no se puede usar, ahora hay que llamarse Thomas Lee).
Después de todo esto, Kaye estuvo prácticamente una década desaparecido, hasta que reapareció hace relativamente poco con un documental sobre el aborto y una cinta que, cito textualmente: «no hay constancia de haberse exhibido públicamente ni de críticas de medios sobre esta película».
Y ahora llegamos a El profesor (Detachment, 2011) su cuarta obra (o tercera que haya podido ver alguien vivo) que llega a nuestras pantallas, con la maravillosa traducción en nuestro país de El profesor.
Estamos frente a una película dura y ante todo profundamente personal. Comenzamos con un blanco y negro mientras personas reales nos cuentan sus experiencias en el mundo de la enseñanza entrelazados con los títulos de crédito. De ahí pasamos a imágenes en color, con un Adrien Brody colosal que se mueve por la ciudad como un fantasma.
Su personaje es un profesor sustituto, pero esto se aplica también a todo su ser y su vida. Va de colegio en colegio reemplazando a los maestros durante unas semanas o unos pocos meses a lo sumo. No tiene relaciones estables, ni amigos, ni nada que sea duradero. Va de un lado a otro. El instituto nos es mostrado como un vertedero donde no hay salvación para los jóvenes que habitan en el lugar. Con grandes angulares y una imagen sucia, carente de colores cálidos, el lugar de enseñanza es un sitio donde cada día se pierde un poco más. Los profesores navegan en un mar hostil y tratan de salvar a los chavales con estériles resultados. En un momento dado las aulas nos son mostradas cual huracán Katrina que hubiera destruido todo a su paso: lleno de desolación.
Pero Adrien Brody no parece afectado por ello. Él no intenta salvar a nadie. Él da sus clases y en un mes se marcha. No hay falsedad o cinismo por su parte. Ni palabras vacías. Tampoco hay abrazos ni ánimos. Mucho menos heroísmo. Él sabe que esos chavales ya están condenados, así que es mejor no gastar saliva.
Y están condenados por la publicidad, la moda, las marcas, por el desdén de las autoridades o incluso por sus propios padres. Kaye nos cuenta la mayor derrota sufrida por los Estados Unidos en toda su historia: el naufragio de valores en la escuela pública condenada a servir de cobijo a la “basura blanca” y a las minorías de los guetos porque no hay más remedio que darles cobijo, lo dice la Constitución.
Henry, nuestro protagonista, está descrito de manera sombría, siempre con un peso encima, lleno de una pena infinita. Algo ocurrió en el pasado para que llegue así a la situación actual. Poco a poco, se nos revelan sus pesares y sus obsesiones.
Sólo hay una persona en la vida de Henry, su padre, que malvive en una residencia para ancianos decrépita donde no se le atiende como es debido. Es con él con quien vive su vida. Incluso está prisionero de él. Lo necesita vivo, pero sólo para desvelar una terrible sospecha.
Los personajes secundarios que pueblan la obra intentan dar pequeños puntos de vista sobre un mismo tema, pero están tan mal repartidos y su significado en la obra es tan insustancial, que acaban siendo lo peor de la cinta. Si, como se intuye, se quiere hacer un homenaje a esos educadores que luchan día a día por un futuro mejor para nuestros jóvenes, se ha de decidir si se quiere hacer una obra coral o enfocarlo todo en un personaje. La cosa queda en tierra de nadie, aunque con Adrien Brody llevándose casi todos los minutos, por lo que su presencia sólo sirve para reafirmarse en una misma idea que se subraya desde el inicio: la terrible situación que se vive hoy en día en un instituto. Acaban siendo meros monigotes, y eso que tenemos por ahí a Lucy Liu, James Caan, Marcia Gay Harden, Christina Hendricks o hasta Bryan Cranston.
Su presencia, aunque justificada, acaba planteando la pregunta que hará que la obra sea mandada al cielo o al infierno por parte del espectador: si consideramos que todo acaba siendo una orgía de desgracias impuestas por el director, tendremos la sensación de falsario o de pretenciosidad mal digerida. Se puede pensar que se regocija en la miseria humana, subrayando las desgracias de los profesores hasta el límite de caer en la parodia.
Pero lo cierto es que, aun bordeando este terreno y cayendo en él en algunas ocasiones (sobre todo acontece en las historias de los otros profesores), Kaye muestra su propuesta sin tapujos y sin engañar a nadie. No es tanto que todo el relato esté lleno de desgracias sino que construye una atmósfera deprimente, donde Henry, nuestro antihéroe, es alguien incapaz de salvar a nadie aunque de pronto se encuentra ante mucha gente que quiere su ayuda. Él es más un observador pasivo, que no toma acciones determinantes.
Es una gozada haber descubierto una actriz de un talento como Sami Gayle, que tiene el peor papel (por lo manido del mismo) y sale airosamente. El personaje de la chica que no quiere ser salvada para acabar deseando lo contrario, no se corresponde nunca con las intenciones en ese momento de Henry.
Una propuesta que te deja desolado, pero con un final con un puntito de optimismo, con la transformación final de los dos personajes principales.
En resumen, una obra triste, un canto a la derrota diaria que acontece en los institutos americanos. Una obra personal y con una mirada particular (resulta revelador descubrir en los créditos finales el nombre de Tony Kaye en el apartado de dirección de fotografía, algo que no se acepta en USA por los sindicatos. Lo que quiero decir es que te dan menos facilidades por hacer eso y te suelen putear. Esto no hace a la obra mejor o peor, pero es significativo, desde luego), filmado con un ritmo magistral por su director, con un puñado de buenos momentos (estoy recordando cómo juega con el montaje en el primer encuentro entre el personaje de Sami Gayle y el de Adrien Brody) y con un pulso filme.
Recomendable obra dirigida por una de las mayores incógnitas de los márgenes de la industria americana.