Es probable que la música sea el arte más ecléctico que existe en el mundo. Basta con pensar en cualquier tipo de persona independientemente de su nacionalidad, sexo, edad, religión o capacidad económica para elucubrar sobre el tipo de canciones que escuchará. Desde la mujer acomodada y residente en una gran urbe hasta el último aborigen de la más remota isla pasando por millones de personas más, en solitario o en grupo, en fiestas o en funerales, en directo o pre-grabada, la música es parte casi indisoluble del día a día del ser humano.
Con estas razones, es fácil que casi cualquier película que toque de uno u otro modo el mundo de la música goce de cierta credibilidad en su planteamiento. En otras circunstancias (y obviando que en este caso se trata de una historia real), no sería posible imaginar que un grupo de adolescentes brasileños residentes en una favela de Sao Paulo puedan tratar de apreciar las composiciones de la música clásica a manos de un tutor de apariencia poco simpática. Pero con lo que ya sabemos sobre las posibilidades que encierra la música, las líneas argumentales que traza El profesor de violín (Tudo que aprendemos juntos) consiguen encajar bien en la mente del espectador. Al fin y al cabo, castillos más grandes se han intentado asaltar.
La primera escena de la cinta sitúa a Laerte asistiendo a la prueba final para ingresar en la orquesta sinfónica brasileña. Preso de unos incandescentes nervios, nuestro protagonista es incapaz de tocar una sola nota y sale escopetado de la sala. Tras tirar a la basura semejante oportunidad, trata de hacer algo de dinero como profesor en una escuela pública. Y aquí es donde comienza verdaderamente la cinta dirigida por el brasileño Sérgio Machado y basada en la vida real de Silvio Bacarelli. ¿Será Laerte capaz de que sus inexpertos alumnos toquen el violín con la gracilidad manual y auditiva que se le exige a un músico? Tal cosa se irá adivinando con el paso de los minutos, pero lo realmente decisivo es el cómo sucederá o no semejante logro.
En este sentido, El profesor de violín se apunta un tanto al no esconder las debilidades de sus protagonistas. El rudo carácter de Laetre ya sorprende en las primeras escenas, destruyendo ese arquetipo de profesor carismático y molón al estilo del de El club de los poetas muertos. Y la situación personal de los chavales de la barriada paulista no va a la zaga: la pobreza bajo la que viven sus familias obliga a varios de los jóvenes a situar el aprendizaje musical en un segundo plano y centrarse en actividades al límite de lo legal pero bien recompensadas económicamente.
Aquí nace, por tanto, el verdadero objetivo de la película: defender el papel de la música como vía de escape ante la frustrante realidad. Un papel que se le ha otorgado ya a multitud de disciplinas (mismamente el fútbol en Brasil tiene una importancia capital respecto a esto) y que Machado pretende reforzar con la inclusión de diversas secuencias con evidentes propósitos emotivos. Es en este apartado donde el film flojea más claramente, ya que falta algún punto más de tensión dramática para que su trascendencia realmente alcance al espectador. Con la multitud de sentimientos que despierta la música y dado el contexto que la propia película había creado, era difícil pensar que estas situaciones pudieran ser resueltas de manera tan liviana.
En definitiva, El profesor de violín es una película que en su propia honestidad reúne tantas cosas positivas como negativas. El retrato de la vida en la favela paulista es certero y evita cualquier auto-fustigación, pero los acontecimientos que en ella se suceden se quedan a medio camino del dramatismo y de lo real. Cosa parecida les sucede a los personajes, en cuyo escaso carisma cinematográfico se encuentra una baza importante que no se sabe explotar en los momentos decisivos. La obra de Machado es distendida y bienintencionada, pero sin suficiente punch.