Hay muchas películas en El Profesor de Persa. O, mejor dicho, muchos intentos de salirse, por vía del cambio de tono, de lo que aparenta ser una rutinaria historia de supervivencia en medio de la barbarie nazi en los campos de concentración. No solo tenemos pues el drama, sino que se juega a desarrollar una trama con suspense mientras se flirtea con una suerte de comedia soterrada, a medio camino entre la ternura, la empatía y el esperpento.
En este sentido hay que agradecer el intento de Vadim Perelman de salirse de la hoja de ruta habitual en el subgénero de campos de concentración. El problema surge cuando, a pesar de poder identificar claramente estos desvíos, todo acaba por ser un más de lo mismo, un déjà vu de una historia mil veces vista a pesar de los matices propios de la trama.
Probablemente El Profesor de Persa adolece de una puesta en escena plana y rutinaria. Está bien querer transmitir la atmósfera casi incolora y plomiza del lugar, pero no a costa de reducir a la mínima expresión cualquier atisbo de riesgo visual. Cierto es que de esta manera casi podemos palpar esa rutina condenatoria de su protagonista, pero también ahogando cualquier emotividad que pudieras sentir por su drama personal.
La sensación es que estamos ante una obra que, aunque técnicamente correcta, se mueve con pies de plomo intentando evitar los excesos tanto de dramatización como de la pornografía de la barbarie. Un filme que solo se permite respirar en una escena final que de forma precisa consigue explicar y resumir todo lo que ha intentado contar de forma abstrusa (y un tanto torpe) durante el resto del metraje.
A pesar de ser una película que pivota de forma muy clara en la relación de dos personajes opuestos en apariencia (y que, cómo no, acabaran por empatizar a pesar del abismo que les separa) se echa de menos un retrato algo más profundo de ellos. Al final se reduce a cuatro brochazos de definición y algún detalle esbozado conforme avanza la trama dando la impresión de que, en realidad, parecen ir a remolque de lo que se quiere contar en lugar de ser la correa de transmisión principal de los acontecimientos.
¿Qué nos queda al final? Pues lo habitual, nazis malignos gritando hasta para darse los buenos días, víctimas de genocidio pasando frío y hambre y un protagonista más impávido que dolorido. Un cóctel que hace bastante difícil tomarse en serio esta especie de fábula sobre la supervivencia, el recuerdo y la necesidad de comunicarse, aunque sea en un idioma inventado.
De hecho, el tema del falso idioma es involuntariamente el mejor resumen de lo que es la película. Un intento de recreación de filme clásico de prisioneros de guerra que acaba siendo un decorado, una bastida de cartón piedra de lo que realmente quería ser. Una película cuyo peor pecado es su intención de querer explicar algo relevante (en lo histórico y en lo emocional) y acabar siendo una pieza de aburrida intrascendencia.