Sebastián Lelio y la reconfortante fuerza de la mujer. En la semana de los bardos, el director chileno se refiere a las narraciones atemporales, esos cuentos que van reconstruyéndose con los años para presentarnos una enseñanza, un bulo, una pleitesía desde la que entretenernos y alimentar nuestras ansias de conocimiento.
Así pues, El prodigio (The Wonder) comienza plenamente consciente del artificio, de la idea de convivir con una narración ajena a nuestro tiempo, pero que, encauzándola de un modo metacinematográfico, nos habla de un texto no tan remoto, invitada por la actualidad de la novela en la que se basa, escrita por Emma Donoghue en 2016, pero que nos transporta a 1862 y un lugar recóndito, las ‹Midlands› irlandesas.
Allí encontramos a Florence Pugh ataviada de azul, como una solitaria enfermera británica hacia un destino incierto. Acompañamos a la joven en su encuentro directo con la hospitalidad irlandesa, que convive con respuestas tajantes y un comité de hombres dispuestos a deliberar sobre un supuesto prodigio, ese que titula el film, esa niña que sobrevive sin alimento.
En tiempos austeros, los sabios son hombres de fe y de ciencia, que proponen a la enfermera y a una monja igualmente preparada que hagan el papel que toda mujer debía conocer: ver, oír y callar. Al contrario de todas aquellas películas en las que algo divino es puesto en cuestionamiento para que la Iglesia o la vergüenza tomen partido a través de alguna persona ligada a la religión católica, creyente o carente de incentivos para ello, El prodigio nos ofrece la visión de la razón a través de una mujer a la que se le pide observar y no intervenir hasta ser necesitada su opinión. Por supuesto que se roza la espiritualidad y el fanatismo para dar forma al seguimiento de la pequeña Anna, pero la enfermera nos sustenta a través de sus distintas formas de cuestionar el cuerpo humano.
Cuanto más alejada está del alimento terrenal el objeto de estudio, más nos sumergimos en las bacanales de aquellos que la rodean. Se repiten los planos en que Florence come a carrillos llenos, la familia gorgotea alrededor de la niña y el comité experto conserva la esperanza, cada uno en su propio beneficio personal, siendo así el alimento una cuestión única según quién deba engordar. Pero, ¿qué es el maná del cielo que la mantiene en pie?
Florence Pugh vuelve a agarrarse las enaguas y ejercita un papel decidido y sobrio que nos recuerda, aunque solo sea por el reflejo azul de sus vestiduras, a la poderosa Lady Macbeth. De nuevo representa a una mujer adelantada a su tiempo, aquí con conflictos internos que simplemente se susurran para no romper con las verdaderas intenciones del relato. Como nos recuerda la narradora en algún momento, de historias nos alimentamos, y dar un sentido propio a los hechos se convierte en un galimatías dentro de una batería de imágenes de inusitada belleza en sus exteriores, de calma y ligera agonía que tan bien acompañan al ritmo de los acontecimientos.
Sin excesos, con súplicas susurradas y desazonadoras respuestas, El prodigio utiliza la duda para arrojar sus verdades, por lo que es capaz de cuestionar la religión y sus interpretaciones, al mismo tiempo que los anhelos y miedos del hombre frente a la muchedumbre, con un punto de partida tan sencillo y abierto a la especulación. Sigue su curso sin alterar la monotonía de los valles y los vientos, sin descubrirnos las lluvias divinas, pero con la certeza de haber redondeado el perfil de una mujer de gran capacidad deductiva e incapaz de adaptarse a una no intervención frente a la injusticia.
Sebastián Lelio abraza de nuevo a un personaje femenino pleno de carisma, y Florence Pugh naturaliza una creciente obsesión porque las historias tengan un sentido final, una responsabilidad por alimentar algo más que el espíritu, en una película sencilla y correcta, ajena pero consecuente con la prodigiosidad.