Charlie Chaplin como eje de una comedia dramática, o de un drama con tintes de comedia. En cierto modo, resulta un tanto difícil determinar cual es el camino tomado por Xavier Beauvois en esta nueva aventura fílmica hasta que no se ha desarrollado por completo, y es que el mosaico dibujado por el francés nos traslada a un relato donde el patetismo no es tanto una constante del paraje y personajes retratados, que en realidad algo de ello tienen, sino más bien constituye un inabarcable marco humano a través del cual comprender las verdaderas intenciones de esta El precio de la fama. Así, el espectro de momentos y diálogos —como ese en el que Poelvoorde afirma que Chaplin era amigo de los vagabundos, inmigrantes y pobres, como proyectando en su propio personaje los rasgos del actor cuando se ponía en la piel de Charlot— trazados por Beauvois no hace sino dirigirnos irremediablemente hacia la consecución de un tono refrendado por su final. Incluso en esa banda sonora extrañamente enfática el autor de De dioses y hombres encuentra una razón de ser: trasladar su crónica a un marco donde lo fabulesco de la misma no coarte el alegato del director, siendo comprendida así como una extensión del también particular homenaje rendido más allá de las raíces intrínsecas del film.
Es de hecho la lánguida puesta en escena acometida por Beauvois lo que continúa otorgando consignas al espectador: si bien el relato pudiera tener trazos clásicos —hablando de fábulas, Capra podría coexistir en una cinta como la que se nos presenta— e incluso ese ya mentado OST condiciona en cierto modo un prisma semejante pese a su desigual uso, hay elementos que ejercen como condicionantes y deforman esa mirada hasta hacernos comprender que hay más contingencias lejos de esa ofrenda en la que se apoya fugazmente El precio de la fama. No obstante, Beauvois no encuentra acomodo más allá de una formulación que en cierta medida se revela como prosaica, y si al principio de estas líneas hablaba sobre una suerte de indefinición genérica plasmada a lo largo y ancho de la cinta que no era abandonada hasta su consecución, es ese aspecto lo que lastra un trabajo que es en realidad más sugestivo de lo que en apariencia se muestra: sus formas lo condicionan —aunque catapultan—, pero su fondo es el que termina desatando la esencia de una propuesta capaz de hallar alicientes en gestos tan significativos como poco elocuentes.
No se podría hablar de El precio de la fama como una propuesta fallida, pues sus desaires en el ámbito narrativo que entorpecen la estructura siempre están supeditados a la decisión de llevar el relato hasta las últimas consecuencias, y es ahí donde Beauvois —en parte— se gana la admiración. Porque donde otros cineastas hubiesen perdido el rumbo dejando una honesta y cálida pero indolente conclusión, el galo persiste con valentía y arrojo: no únicamente por llegar al final de un periplo y lograr hacer encajar las piezas, además de transmitir un alegato cálido y vital, sino por seguir con empeño los matices y rasgos de una historia que bien podría haber hecho venir abajo la totalidad del film. Sí, es posible que el resultado sea irregular e incluso que sólo en un segundo visionado pueda resultar más convincente de lo que habría deseado Beauvois que fuese ese último discurso, pero al fin y al cabo El precio de la fama es una de esas obras viscosas, que no se conforman con una simple homilía y buscan en su tejido algo más. Algo que pueda otorgar no sólo sentido, también perspectiva a un ejercicio que, afortunadamente, no nace ni muere donde empieza o termina su discurso.
Larga vida a la nueva carne.