No podemos negar el hecho de que, de entre todos los géneros cultivados por la industria cinematográfica francesa, la comedia destaca por poseer un cariz particular bastante complicado de definir y que la dota de un encanto que cintas congéneres de otras nacionalidades no logran poseer independientemente de su calidad. En los últimos años el país galo ha gestado filmes cómicos de lo más estimable como Bienvenidos al Norte, Un gran equipo —Les Seigneurs—, o el gran éxito que ha resultado ser la genial Intocable.
Siguiendo la estela que la apreciable colección de obras cómicas francesas ha ido dejando últimamente, el director y guionista Jérôme Enrico nos brinda su segundo largometraje, Paulette; aquí titulado con la habitual falta de gusto de la que hace gala nuestro país, y en un alarde de originalidad, como El postre de la alegría —no confundir con la británica e igualmente mal titulada El Jardín de la alegría, también con componentes cannábicos entre el contenido de su guión—.
El postre de la alegría no supone ningún tipo de revolución dentro del género, pero tampoco busca en absoluto sorprender yendo más allá de la repetición de fórmulas comprobadamente efectivas. Así pues, Enrico presenta un guión con la dosis justa de intriga para atrapar nuestro interés que se mueve inteligentemente entre la comedia más tosca y el drama social que tan buenos resultados dio en Intocable —en este caso proyectado sobre la vejez y el desamparo económico—. Al mezclar todos estos ingredientes se obtiene un producto aceptable sin más; las secuencias cómicas cumplen su cometido sin apuros y el mensaje social consigue llegar dotando al conjunto de cierta profundidad. Por suerte, la cosa no se queda aquí, y hay un elemento que consigue que El postre de la alegría vaya un paso más allá y se convierta en otra de esas comedias más que dignas de mención: sus personajes.
Paulette, la anciana protagonista de la historia, resulta ser el prototipo de personaje que nadie querría en su familia, pero al que se consigue adorar conforme avanza el metraje: es racista, xenófoba, huraña y desagradable. A pesar de tan terrible descripción, el personaje consigue calar hondo no sólo por estar excelentemente escrito —como el resto de secundarios de la cinta, repletos de matices y muy completos—, sino también por la fantástica interpretación de la recientemente fallecida y experimentada Bernadette Lafont —una de las musas de la «Nouvelle Vague»—, quien logra convertir toda la hostilidad que transmite el personaje en algo secundario, consiguiendo que la empatía con la viuda metida a traficante de costo sea instantánea y muy profunda. Además de la actuación de Lafont, tanto la de Carmen Maura como la del resto de compañeras de reparto rozan el máximo nivel exigible para un producto tan ligero como es El postre de la alegría, y conforman, como digo, la verdadera razón por la que el largometraje merece la pena.
Un buen puñado de chistes toscos, chabacanos y racistas, un guión simpático sin ningún tipo de pretensión y unos personajes redondos a los que coger cariño en la escasa hora y media que dura El postre de la alegría son las cartas que, con toda la honestidad del mundo, Jérôme Enrico pone sobre la mesa a la hora de presentar su filme. Una obra que no es más —ni menos— que un ligerísimo entretenimiento genérico tremendamente eficaz dentro de sus limitadas pretensiones, y con un destello de brillantez llamado Bernadette Lafont, quien es capaz de transformar a una vieja cascarrabias en uno de los personajes más entrañables que se han podido ver últimamente en una comedia de características similares, y que consigue arrancar más de una sonrisa cómplice, que se prolongará unas cuantas horas después de finalizar la proyección acompañando el buen sabor de boca que deja la película.