Fist Cow y El poder del perro son dos westerns dirigidos por mujeres que se proponen deconstruir el género masculino. Ang Lee intentó algo parecido hace dieciséis años con la oscarizada Brokeback Mountain, pero su caso fue muy distinto. De hecho, los dos primeros ejemplos casi me parecen el reverso del tercero. En el trabajo de Lee, el director de La tormenta de hielo incidía explícitamente en la orientación sexual de sus personajes, pero respetaba su actitud agresiva, esta que tan fácilmente identificamos con “lo viril”. En cambio, Kelly Reichardt y Jane Campion se centran precisamente en los comportamientos: sus trabajos no exploran la orientación sexual (al menos, de forma explícita) sino que reflexionan sobre el modo en que se relacionan ciertos hombres en un contexto histórico que nuestro imaginario ha inundado de masculinidad. Sólo el segundo caso, sin embargo, pone el foco en la tendencia esclavizadora que esta acarrea. Es la particularidad más remarcable de El poder del perro.
Hasta aquí el aspecto conceptual. En el terreno formal, la nueva película de Campion me recuerda (siendo, que nadie se escandalice, creadores de productos muy distintos) al estilo narrativo de Ari Aster, Nicolas Winding Refn e incluso al del más popular Denis Villenueve. Son directores que (presuntamente) exprimen el potencial de todos los departamento, buscando la degustación de cada plano mediante la ralentización del tempo del film. Esta especie de tendencia tiene, por lo general, una cálida acogida en el público de hoy, que fácilmente lo identifica con personalidad y autoría (sospecho que condicionado por la nostalgia hacia clásicos incontestables como Stanley Kubrick o Andrei Tarkovski). Sea como fuere, de todos ellos Campion me parece la más sincera. Porque, así como en los ejemplos citados suelo encontrar (con afortunadas excepciones) vacuas exhibiciones plásticas, en El poder de perro tuve la sensación de que la directora australiana jamás perdía de vista la razón de ser de su trabajo. Y es algo que, si bien no la salva de cierta autocomplacencia, sí consiguió mantener intacto mi interés por el relato.
Sin embargo, son estos pequeños residuos de autocomplacencia los que impiden al trabajo alzarse como una pieza redonda. Sí, los personajes son interesantes, sus interacciones atractivas y casi todos evolucionan de una forma muy creíble (en realidad, esto es lo que rescata El poder del perro de las garras de la mediocridad). Pero, desafortunadamente, Campion también sucumbe, en demasiadas ocasiones, a la tentación de priorizar el manierismo a una descripción más precisa de los personajes. De hecho, es una actitud que sobrevuela todo el producto: la directora casi siempre prefiere la fórmula de lo pictórico a la exposición de lo cotidiano. Por ejemplo, las relaciones y conflictos convivenciales son sugeridos por elementos plásticos (como la banda sonora o acciones empleadas a modo de metáfora) antes que expuestos de forma tangible y orgánica.
Con todo, el camino que trazan los personajes sigue resultando interesante. Y también, volviendo a lo comentado en el primer párrafo, la mentada deconstrucción de género. Porque, recuperando igualmente las “odiosas comparaciones”, así como Kelly Reichardt nos presentaba una (excelente) historia en donde la masculinidad jugaba un (importante) papel pero sin dejar de ser un elemento (no tan) secundario, en El poder del perro esta supone el motor principal de la trama. Sin ir más lejos, toda la involución de Phil no es otra cosa que la consecuencia de un descubrimiento de su propia personalidad, el surgimiento de una identidad no aceptada. O en el caso de Rose, estamos ante una mujer que carga con toda la presión masculina de cumplir con su condición de esposa, en ocasiones en forma de obligaciones y en otras de maltrato. Y esta focalización en el género representa algo bastante novedoso en el terreno del western; de ahí que, a pesar de sus defectos, El poder del perro sea un título reivindicable.