Maryam Moghadam y Behtash Sanaeeha exploran las consecuencias que acarrea vivir en una sociedad cuya legislación contiene la pena de muerte. Y lo hacen, como es natural, en una película ambientada en el país al que pertenecen (Irán), detalle que nos sirve (a los occidentales) para recordar cuan determinantes son los valores de cada sociedad a la hora de hacer reflexiones semejantes. De hecho, de ahí surge una interesante dicotomía: ¿son los valores de una sociedad los responsables de dichas consecuencias? ¿o es la propia pena de muerte la que genera estos valores? Si pensamos, por ejemplo, en las dos protagonistas de El perdón y en el impacto que supone para ellas la ejecución de un familiar (más allá de la tragedia de la pérdida, está la posición social a la que la familia queda relegada), cabe preguntarnos si este impacto es fruto de las ideas y valores de la sociedad o si, por el contrario, se trata de algo que fácilmente podría pasar en cualquier lugar donde se aplique la pena de muerte.
Por supuesto, este no es el eje central de la película, sino una reflexión intrínseca en la misma. La intención de los directores, como entredijimos, es otra: diseccionar la honda expansiva generada por la ejecución de un inocente. De ahí la importancia que tienen personajes secundarios como el del cuñado de la protagonista, decidido a subsanar la pérdida de su hermano del único modo que contempla su ideología; y también (especialmente) el del juez que redactó la sentencia, aparición que sirve a los autores para subrayar el factor humano que esconde toda decisión judicial, junto a la temida posibilidad de cometer un error. Todo ello está expuesto de una forma clara pero discreta, con la atención fija a los personajes, sus acciones y las emociones que de ellas se deducen. Algo que Moghadam y Sanaeeha consiguen gracias a sus planos abiertos con los personajes situados en el centro, sugerentemente acompañados por los costados vacíos. Estamos ante personas abandonadas en medio de un desierto emocional, con un futuro incierto que no cuenta con ningún manual de instrucciones.
Y su soledad, tan cuidadosamente encuadrada, despierta una fuerte complicidad por parte del espectador. Por eso los detonantes que se suceden transmiten con tanta precisión el impacto que generan en sus protagonistas. Todo refuerzo estilizado resulta innecesario puesto que la reacción de los personajes habla por sí sola. Sin embargo, son tantos los aspectos que los cineastas pretenden abarcar que llega un momento en que la tesis de su trabajo parece perder el norte. Para ser precisos, los problemas surgen cuando cierta subtrama gana un peso excesivo, relegando al banquillo de secundarios la mayoría de las reflexiones sugeridas inicialmente. Los autores cargan de importancia una subtrama que no estaba llamada a protagonizar el producto, dejando olvidado el potencial que tenía la propuesta inicial. Como si Moghadam y Sanaeeha se dejaran seducir por el atractivo de una idea que mejor hubiera quedado de no haberse convertido en un nuevo hilo narrativo.
Porque, si bien los primeros detonantes reforzaban su punto de partida, este último termina por desviar la película hacia una resolución dramática que muy poco tiene a parte de su literalidad. Y de ello resulta una película rodada con ternura y mucho respeto, pero cuyo valor principal reside en lo interesante de su punto de partida. Es decir, estamos ante un relato cuyos interrogantes se antojan más satisfactorios que su conclusión. De ahí que desentrañar su tesis resulte mucho menos estimulante que discurrir por las reflexiones que lleva intrínsecas.