Pacífico es el título de una novela de José Antonio Garriga Vela, autor barcelonés afincado en Málaga. Usando las trampas de la memoria, en uno de los excelentes diálogos del hijo del protagonista, el niño declara que le gustaría que fueran ricos para poder gestionar mejor su pobreza. Esta misma idea conecta con el argumento de la nueva película coescrita, montada y dirigida por el cineasta turco. La historia de Sinan, un joven veinteañero que regresa a su localidad natal después de acabar sus estudios universitarios. Una vez llega, ve que su padre sigue siendo un ludópata, además de iluso por el pozo árido en la vieja casa de campo de los abuelos, que trata de cambiar para que se llene con agua. La madre melancólica, preocupada por sus hijos, la escasez material y enganchada a las telenovelas. La hermana pequeña, vivaracha, rebelde ante las injusticias y los prejuicios familiares. Más un entorno de amigos de la infancia que pasan el tiempo en cafés. El imán de la mezquita, que sablea a sus fieles con su pico de oro. El alcalde que se cree transparente y honesto, mientras practica la corrupción a dos manos. La bella Hatice, amor platónico de su adolescencia, tan desafiante como resignada por su inminente boda de conveniencia. Incluso tiene un encuentro desafortunado con un escritor prestigioso en una visita a la ciudad. Todo el universo permanece inmóvil e intacto a los ojos del inconformista Sinan.
La cita literaria del principio sobre la recomendable novela de Garriga Vela no es un capricho al azar ni una muletilla cómoda, porque tanto el texto como el largometraje están separados por una década entre la publicación del libro y el pase del film por el Festival de Cannes de 2018. Tampoco sugiero que se inspiren uno en el otro. Ojalá Pacífico se haya traducido en muchos países, pero preveo que será poco probable el conocimiento de uno por el otro. Sin embargo esa misma conexión esencial, de tono, depuración formal y esencia se halla en las dos obras. Incluso teniendo en cuenta la longitud que no llega a doscientas páginas de la novela, frente al metraje generoso mayor de tres horas en El peral salvaje. El mayor milagro de una reseña como esta sería que ambos artistas intercambiaran pareceres al leer y ver sus respectivas obras.
Mientras tanto solo quedan estos párrafos aquí para rememorar una película fascinante que articula todos sus planteamientos con la sabiduría de su director y los métodos de un alquimista. Arriesga una media hora inicial que coquetea con el melodrama cercano al fatalismo del cine negro, mediante esa conversación a pie de calle entre Sinan y un avaro prestamista que le informa de forma educada, pero agresiva, las deudas contraídas con su padre. Esa imagen que nos plantean los diálogos, es desmentida cuando aparece en pantalla el progenitor, atractivo, maduro, paciente, lúcido y culto. Con el peaje narcótico del alcalde que recibe al joven protagonista, en una secuencia interminable que abarca diez minutos o más de frases políticamente correctas, aderezados por sarcasmos burocráticos del edil, Bilge Ceylan traza una red que resulta lineal pero capaz de sumergirnos como espectadores privilegiados en las aventuras vitales del joven aspirante a literato. El viaje que recorre a partir de su visita al ayuntamiento es un recorrido que progresa desde un melodrama intenso pero apacible, hasta las escenas de ensueño. Las de comedia fortuita con Idris, el padre, momentos que siempre crecen en interés. O emotivas en el caso de Asuman, la madre.
Las secuencias se desarrollan de manera hipnótica, cada vez más inmersos desde las butacas por el acierto en la puesta en escena, siempre atenta con los movimientos, miradas de los personajes o el telón de fondo de una geografía casi abstracta en el pueblo que se vislumbra desde una loma, con un punto de vista cenital. La maestría se prolonga en la medida perfecta para pasar de un plano al contraplano durante las charlas de Sinan y los demás personajes. Llegando al clímax siempre cuando es el padre quien habla con él, un coprotagonista que a pesar de sus debilidades se presenta como un héroe repleto de humanidad, al igual que su madre. Destaca también la empatía que es capaz de irradiar el intérprete Dogu Demirkol que dota de dignidad y cercanía a un personaje demasiado arrogante, polemista o enojante, aunque tan familiar como ese desprecio, ignorancia e ira innatos de la juventud de cualquiera.
Algunos interludios musicales de la Tocata y fuga de Johan Sebastian Bach emergen en los giros de la historia. También el viento empuja los deseos, oportunidades perdidas y sucesos inexplicables que dotan de magia a la historia. Pero nada es comparable a esas elipsis tan sutiles e insuperables que preparan un tercio final emocionante, seco como un pozo que amenaza con desbordarse y justificar la naturaleza salvaje y auténtica del amor que irradia ese peral mítico.