No creo que exista mejor forma de empezar este artículo que señalando que la pieza que nos ocupa supone el mejor estreno en territorio español en lo que llevamos de año (con el permiso de El lobo de Wall Street). Esto es, desde mi punto de vista, lo menos que merece una película en la que no logro encontrar fallo alguno, escena que no merezca ser situada al lado de lo mejor de Igmar Bergman; un relato, en pocas palabras, tan sobrecogedor y perfecto como la muy reivindicable Secretos y mentiras, de Micke Leigh. Pues esta primera incursión en el terreno europeo por parte del director iraní Asghar Farhadi supone, por irónico que parezca, un nuevo insuflo de ideas narrativas en el terreno cinematográfico occidental, una lección de retrato de personajes pulido y completo, de plasmación de determinados conflictos entre relaciones humanas que afloran como resultado de un pasado desatendido y todavía por resolver. Una bella forma de unificar culturas aparentemente distintas: lo que Farhadi nos muestra tanto puede entenderse como los conflictos convivenciales que una pareja iraní no ha logrado dejar atrás a pesar de su traslado en territorio occidental como una contaminación cultural europea de la cual nacen precisamente dichos conflictos.
El pasado es una película más preocupada en plantear preguntas que en ofrecer respuestas. De ahí que ciertos interrogantes referentes a los conflictos que fracturan la unidad de la familia que protagoniza el relato queden por resolver. Pues Farhadi no pretende hablarnos del origen de dichos conflictos, sino reflexionar sobre la insistencia por parte de los personajes en rascar y rascar heridas que muy bien podrían estar cerradas, en indagar sin descanso en hechos pasados, no con la intención de cerrar etapas, sino en un acto (casi involuntario) de abrir nuevas heridas en un presente ya manchado por el rencor y la incapacidad de mirar hacia adelante. A lo largo de la dura experiencia que supone el visionado de esta película, podemos observar cómo Marie no cesa de invocar hechos pretéritos en tono recriminatorio hacia su ex marido, mientras que Samir no hace otra cosa que obedecer religiosamente a las peticiones de Marie guardando cada acto de obediencia como un arma verbal con la que golpearla en futuras discusiones, al mismo tiempo que Lucie no deja de culparse a si misma por un hecho pasado (de carácter incierto) que se resiste a confesar.
Farhadi presenta todo lo mencionado sin juzgar a ninguno de los personajes, mostrando tanto su parte más humana como su lado más perverso. Y es que todos estos personajes tienen en la película oportunidad de expresarse sinceramente, todos ellos demuestran encontrarse en una posición comprensible al mismo tiempo que a todos les es permitido, en determinado momento, sufrir su propio derrumbamiento moral. A ello ayuda notablemente la contención con que el director plasma cada escena, la milimetrada duración que otorga a cada secuencia y la cuidadísima planificación con que todas ellas se desarrollan; siempre preocupadas por ambientar adecuadamente las discusiones y conversaciones que mantienen los protagonistas (recordemos, por ejemplo, el diálogo mudo entre los dos personajes principales que presenciamos nada más empezar la película, o la acertada decisión de acompañar uno de los puntos culminantes del relato con el sonido de la lluvia…). Nos encontramos, pues, ante una de esas joyas cinematográficas que saben situarse justo enfrente de la línea divisoria que separa el culebrón convencional y la pura genialidad, situando a Asghar Farhadi en la posición de uno de los cineastas de nuestros días más a tener en cuenta.