Las maravillas pueden enraizar en cualquier terreno. Un terreno fértil, apto para la cría de abejas que aporten miel, ovejas y algunos tomates (el rico pomodoro), sirve de sustento para recrear la peculiar fábula que surgía de la mente de la directora italiana Alice Rohrwaher, que con El país de las maravillas (Le Meraviglie) nos une a la imperfecta y definitivamente encantadora familia protagonista.
En el festival de Cannes y Sevilla también percibieron ese encanto real, en ocasiones onírico, que desprende esta película sencilla que nos habla de los cambios. Todo cambia, hasta nuestras percepciones sobre el fin, estemos preparados o no.
Es fácil conectar con los ojos pardos de Gelsomina, la primogénita de esta familia. Son sus ojos los que nos llevan a descubrir su dia a día y cómo pequeños gestos cotidianos conducen al cambio que citaba. Es la mayor de cuatro hermanas, legado de ese hombre de genio norteño que ve en ella un preciado tesoro en el que basar el futuro. Ella es el punto fuerte que congenia con esta Italia que se nos muestra, aferrada a la tierra y a vivir de lo que ella surge, en una familia de las que ya apenas quedan, creyente tanto en la libertad en su proceder como en el trabajo duro, de manos propias, para sobrevivir.
Con sutileza se desvelan las posiciones de cada uno, ya que Gelso, además de una trabajadora incansable, es también niña, una que va camino de ser mujer, se encuentra en esa fina línea que bordea a cada momento, entre el deseo y la necesidad, la osadía y el sentido común.
Papá sólo tiene ojos para la niña, la que siempre le miró con admiración y nunca debiera crecer, es el que marca la estanqueidad, quien no tolera la mutación del mundo, que parece que sólo va a peor. Pero la evolución es algo incontrolable y crecer, tan necesario como el respirar. Así encontramos ambas formas de sentir lo que les rodea, esos padres que han huido de la civilización para volver a vivir de lo terrenal para sentirse de nuevo vivos y dejar a sus hijas crecer en sintonía con la naturaleza, y la necesidad de soñar y avanzar de las mismas, cada una a un ritmo, asociado a su edad.
Porque estos apicultores no están lejos de todo, y su ausencia de normalidad se reafirma con esos elementos externos que aparecen para dar un vuelco a sus vidas. Son algo real, duro, como acoger a un joven delincuente para que les ayude en el trabajo como un modo de rehabilitación y algo etéreo, ficcionado, como un programa de televisión presentado por una mujer que se asemeja más a un hada de los bosques dispuesta a hacer realidad todos tus deseos (interpretada por Monica Bellucci, su interacción con la joven protagonista nos induce a pensar tanto en una madre como en una diosa).
Confrontar todas estas novedades lleva a Gelsomina a vivir esa dualidad, y poco a poco la directora transforma nuestra visión, de un modo apenas perceptible, para disfrutar de ella. Se trata de una película sencilla, heterogénea, llena de vida. No hay sentimentalismo exacerbado al ver cómo evoluciona tanto su principal protagonista como todo aquello que le rodea. Pese al conservadurismo que irradia esa libertad que abandera el padre, no hay frenos a lo que todas las mujeres que le rodean decidan, hay una frágil visión de todo lo que se aferra al pasado, se aleja del individualismo en un hogar sin necesidad de intimidad, fluye con determinación ante las virtudes de un mundo que se va quebrando bajo sus pies.
Rohrwacher se mueve entre sus recuerdos, su tierra, su cine. Nos habla del abandono de la niñez, de la belleza de todo aquello que nos rodea, de un adiós anunciado que nos lleva a algo distinto, por descubrir… todo esto se apoya en su reparto, en la naturalidad de personas tan poco adulteradas, en brillantes detalles que no necesitan artificios, incluso aquellas simulaciones televisivas se presentan tal como son, con todos sus pliegues y cables, con todo el glamour difuminado. No hay música que arrebate nuestra atención, tan apenas un magnífico momento de complicidad entre hermanas coreando la canción T’Appartengo de Ambra Angiolini, algo que tal vez nos sirva de pista para situar el tiempo en que todo transcurre, aunque carezca de importancia, cuando las paredes de esa gran casa son un muro convertido en tiempo, ese que pasa y lo modifica. La huella que todos dejamos (y un camello), la huella de Gelsomina (un gran descubrimiento Maria Alexandra Lungu) y todos los que viven a su alrededor. Y ya no estoy.