La propensión en torno a un cine social que casi nunca se ha terminado comportando como tal en conjunto, quedando desnaturalizado así un carácter que quizá sólo en su debut, La zona, buscaba elaborar una tesis más profunda en ese sentido, regresa en el nuevo largometraje de Rodrigo Plá, quien en esta ocasión comparte espacio tras las cámaras con Laura Santullo —habitual colaboradora del cine del mexicano, autora de todos y cada uno de los guiones que ha dirigido e incluso de la novela que dio pie a su anterior largometraje, Un monstruo de mil cabezas—. Para ello, nos traslada a Estados Unidos en El otro Tom, espacio desde el cual visualizar las derivas y problemáticas ya no tanto de un sistema sanitario puesto en entredicho en más de una ocasión, sino del modo de confrontar determinados terrenos que nos llevan al contexto del TDAH (Trastorno por déficit de atención e hiperactividad) para la ocasión.
No obstante, las dinámicas impuestas por Plá en el film parecen trasladarnos, como en otras ocasiones (véase algún título como La demora) a un marco desde el que explorar en cierto modo las relaciones: un hecho que se constata fácilmente en el comportamiento de Elena, la madre de Tom, el pequeño protagonista; es a través de este que percibimos una independencia que intenta que no afecte al devenir y al día a día de su hijo, sobreponiendo en más de una ocasión un carácter de lo más temperamental a cualquier decisión o postura que vaya en clara oposición a aquello que ella cree —ya sea por razonamiento propio o mediante opiniones externas—. Esa particular faceta incide en un trabajo que, en ese sentido, no se siente condicionado en ningún momento, y huye de los desvíos del cine social —algo que, por ejemplo, no sucedía en La zona— en busca de resultados más transparentes, de una claridad que exime al film de tomar ciertas decisiones que podrían contravenir el (des)equilibrio —al fin y al cabo, Elena no deja de intentar afrontar una compleja situación, buscando contrarrestar las consecuencias de esa afección— creado, no quedando expuesto en ningún momento. Todo ello se supedita al modo en cómo incide la mirada de Plá y Santullo para establecer tal contexto, pero encuentra además en la actriz debutante Julia Chavez una figura perfecta que sabe mimetizar en cada momento conductas a partir de las que poder comprender sus pasos al mismo tiempo que se concibe un particular microcosmos desde el que aprehender esa situación y su consecuente respuesta.
No obstante, y si bien El otro Tom encuentra en su desarrollo virtudes crecientes que le otorgan un valor añadido, en especial en su voluntad como crónica, no deja de deducirse cierta planicie —y no precisamente formal, donde se agradece que la pareja de cineastas huyan de los tonos neutros y grises del cine social para otorgar un empaque mucho más vitalista y decidido a su obra— que la aleja de algún modo del espectador, ya sea por la deriva que toma en la resolución de conflictos, coartando en cierto modo las posibilidades afectivas del relato, o por las bifurcaciones de una relación limitada por su propia condición. Pese a ello, la perseverancia de Plá y Santullo al construir un film férreo en sus intenciones, que eluda determinadas tentativas —aunque esto le impida explorar aspectos indudablemente sugerentes, como esa disposición por suprimir una etapa como la infancia mediante fármacos y conductas dañinas (pienso en esa profesora)—, confiere a El otro Tom los mimbres necesarios como para continuar otorgando importancia a un cine que no sólo atienda a la repercusión del sistema sobre las personas, sino también a una humanidad que no deja de ser nuestro rasgo más definitorio y, por tanto, ineludible sea cual sea el proceso a afrontar.
Larga vida a la nueva carne.