Esa idea atolondrada según la cual una visión optimista acerca del mundo implica buenas intenciones con respecto a los demás se resquebraja al comprobar mediante la experiencia nuestro entorno. No nos engañemos, las personas optimistas no están relacionadas necesariamente (aunque haya excepciones, por supuesto) con el hecho de llevar a cabo actos entendidos como buenos, precisamente porque, por mucho que crean en el progreso de la humanidad, la parte más tiznada de esa visión positiva son su propio ego y su realización personal, de manera que siempre se antepondrá en las acciones de este individuo aquella que le beneficie primero a él, por mucho que tenga en mente un paraíso futuro. Podemos hablar a rasgos generales de cuatro tipos de personas que realizan acciones que tienen como consecuencia un resultado positivo (y hablo de las consecuencias porque las motivaciones de las mismas pueden ser completamente egoístas, de hecho los únicos casos en los que hay buenas intenciones son en los casos tercero y cuarto). En primer lugar está la persona que ayuda al prójimo no porque quiera hacerlo realmente, sino porque su timidez u otros rasgos de la personalidad le impiden decir que NO. A ojos del otro esta persona estará actuando de manera correcta, ya que solo está percibiendo el resultado de los actos; en cambio, el interior de la persona que no dice NO estará en plena efervescencia producida por el odio. En segundo lugar encontramos a la persona que provoca un efecto provechoso por quedar bien, aquella que donará x dinero para poder decir «he donado x dinero…soy genial». En tercer lugar se nos presenta la maravillosa persona que actúa desde la auténtica bondad, la que aunque sepa decir NO, quiere ayudar de verdad. Sus resultados podrán ser eficaces o patosos, da igual, buscará siempre lo mejor para el otro. De esta hay más bien pocas. En último lugar, y este es el que nos interesa, tenemos al parias, al decepcionado con la vida, al pobre hombre que ha perdido el sentido, al que le abochorna lo que percibe y lo que cree que puede derivarse de ello en el mejor de los casos. Este individuo, al haber tocado fondo, intentará tender la mano al prójimo para reducir el sufrimiento inherente al hombre en la medida de lo posible. Piedad.
Aki Kaurismäki vuelve a centrarse con El otro lado de la esperanza en esa figura que representa la cuarta manera de actuar aquí enunciada. Nos presenta, como es propio en él, a ese hombre que camina errante por el mundo, carente de toda expresión facial que muestre algún tipo de emoción ante los estímulos del mundo, en lo que al aspecto fisiológico se refiere; de personalidad sumamente fría, apática, gastada y deprimida si nos centramos en sus rasgos psicológicos. Pero como ya hizo en la película El havre, el director finlandés nos presenta a otro personaje que tampoco parece estar hecho para la sociedad occidental de nuestro tiempo. Así como en la película de 2011 Kaurismäki introducía en su narración la figura de un joven inmigrante africano, es en El otro lado de la esperanza donde dará vida a un refugiado sirio al que el azar lleva a Finlandia aunque su destino fuera otro. Pero no creo que Kaurismäki esté abordando la figura del inmigrante única y exclusivamente para denunciar el trato que sufre en Occidente y la consecuente imposibilidad de que este sujeto cuadre de manera perfecta en nuestra sociedad. Trata este tema, es obvio, como se puede comprobar en el retrato de los centros de acogida que hace en esta última película; pero Kaurismäki parece darle más importancia a otra cosa, y es precisamente a esa relación desinteresada que tiene lugar entre el sujeto europeo acabado y que ha tocado fondo y el ignorado refugiado, es decir, que Kaurismäki está dándole una última vuelta de tuerca a esa actitud desinteresada y motivada por buenas intenciones que se desprende de la cuarta manera de actuar mencionada en el párrafo precedente. Es así como el director de La vida bohemia hará que se crucen la vida del hombre ajado europeo y del sirio, dando lugar a una relación que tiene como base la reducción de la pena, único motor de su ayuda mutua. El europeo, que acaba de abandonar a su mujer alcohólica decide montar un restaurante, importándole un carajo todo, moviéndose mecánicamente sin ninguna aspiración mayor; el sirio, después de darse cuenta de que esa Europa idílica no existe para él (ni para nadie), terminará por continuar buscando a su hermana, sí, pero ya sin gracia y sin que esta búsqueda sea un puente para una vida en común maravillosa, divina y llena de oportunidades. Lo importante de todo esto es que la relación que se teje entre ambos personajes principales es causada por su propia negación de la vida (en el aspecto de realización, se entiende; en el biológico ambos se mantienen en la existencia, sino no habría película, o bien solo Apitchatpong podría rodarla), es en la ausencia de sentido en la que encuentran que solo cabe colaborar con el otro concreto, ya no para ayudarle a cumplir sueños mayores, sino tan solo a que reduzca su dolor efectivo o a evitar la posibilidad de un dolor futuro. De esta manera, mientras en El havre el escritor que ya no es escritor sino limpiabotas porque está cansado de la vida decide ayudar al inmigrante porque se identifica con él en su pérdida; o así como en su corto de Centro histórico Kaurismäki nos muestra a un hombre que a pesar de no tener éxito en su día a día pone un plato de leche a la puerta de su casa Dios sabe para qué animal o para qué humano que esté peor que él; es en El otro lado de la esperanza donde este peculiar hombre que deja atrás a su negocio y a su mujer decide colaborar con ese joven sirio tras ver reflejados en él su dolor ya tornado, por la continuidad, en aburrimiento hacia la vida.
Kaurismäki, hombre del que a pesar de su gris retrato del hombre irradia unas ganas terribles de salir de cañas con él por su retrato típico de los bares que sintetiza decadencia y encanto, vuelve a erigir sobre esta relación del hombre caído europeo (ya sea con el mundo en general como en sus anteriores películas; bien sea con inmigrantes como en estas últimas) un juego con el espectador que resulta, al menos a mis ojos, tan eficaz como inteligente. Y es que el choque que produce en sus películas la fotografía azul-triste y la continuada atmósfera fría con el sentido del humor y un final feliz ya típico suyo (al menos en su obras anteriores, en esta cucu-tras…¡sorpresa!) produce en el espectador (y siempre que hablo de espectador hablo de mí) una dislocación necesaria tras la cual no sabes muy bien si sentirte bien o mal, cosa que ocurre por ejemplo tras el final de Nubes pasajeras (Finlandia, 1996) donde tras un dilatado sufrimiento sus protagonistas terminan por encontrar una solución repentina a todos sus problemas; o como ocurre en El havre donde el policía que persigue al inmigrante termina (tras darse cuenta al mezclarse en ese entorno de que su existencia tampoco tiene sentido, por lo que acaba sintiendo esa piedad de la que se habló al principio) por dejarle escapar del país (aquí sí te jodo los finales…boom). En resumidas cuentas, Kaurismäki vuelve a jugar con nosotros a ese juego suyo que consiste en mostrarnos unos personajes pesimistas pero que colaboran entre sí y que se mueven dentro de una narración caracterizada por una atmósfera totalmente desesperanzada y melancólica presente de principio a casi fin y que produce un choque final que deja aturdido al espectador tras romper esa desilusión que ya casi interiorizas con un final feliz inesperado. Tras esta ruptura unos decidirán tachar a Kaurismäki de humanista y hombre super guay que ve futuro a Europa; otros, como yo, encontrarán en este director a un hombre inteligente que se divierte haciendo cine y que, a pesar de tener una visión totalmente pesimista de la existencia, termina por inocular esa dosis de fe mediante sus finales porque piensa que, al fin y al cabo, hay que creer en algo.