Al salir de la película propuesta por el director Ignacio Agüero, uno puede preguntarse qué es lo que acaba de ver ¿Una historia sobre la casualidad? ¿Una crónica sobre la realidad social de la pobreza de Santiago de Chile? ¿Una historia familiar del cineasta? Lo cierto es que Agüero propone un monólogo interior llevado al cine, prácticamente guiado por esa máxima de Voltaire que dice que «Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido».
Es un documental largo, que tiene difícil conectar con el público. Esta propuesta de llevar un recurso tan literario como es monólogo interior al cine puede ser una buena idea, pero no se resuelve bien. El director chileno tiene una idea que se divide en dos vertientes: Por un lado, filma episodios que ocurren en su domicilio, en su mundo interior. Un mundo que, en ocasiones, ve su quietud interrumpida por elementos externos, simbolizados por las personas que llaman a su puerta.
Ignacio Agüero, cámara en mano, partiendo de la iluminación que, un día por casualidad, le da una perspectiva distinta a una vieja foto de sus padres, nos cuenta su historia familiar (aunque de una manera un tanto incoherente, narrativamente hablando) y, posteriormente, va a visitar a todo aquel que enturbia su tranquilidad llamando a su viejo timbre que suena como una alarma. De este modo, se contraponen el pasado y el presente, el mundo interior, sereno, con el mundo exterior, complejo y competitivo. Agüero va a las casas de todo aquellos que le llaman tratando de entrar en sus propios mundos. Como vemos, es una propuesta muy simbólica.
No se puede definir lo que se hace como poesía visual, pese al gran trabajo realizado con el juego de luces y sombras, como si se esbozara una pintura. Los planos, muy largos y, en ocasiones, demasiado fijos, nos hacen desear que suceda algo que nunca pasa. En su propio mundo interior, el cineasta separa el interior de su hogar, siempre en pausa y en espera, con el jardín, que siempre tiene movimiento gracias a la vida animal y vegetal que así se desarrolla. De vez en cuando, la voz en ‹off› del realizador nos cuenta parte de su historia familiar. Se recuerda a sus padres, a sus hermanos, a sus abuelos. Su pasado, lo que le ha hecho llegar hasta donde está.
Cuando alguien llama a la puerta, y es filmado por una cámara fija destinada a tal efecto, vemos a su director y protagonista preguntándole su nombre y pidiendo su colaboración para el documental. La premisa es que, si uno llama a la puerta de Agüero (o entra en su vida), él puede llamar a la suya (y entrar en su vida de igual modo). De este modo, mediante entrevistas sobre el hogar (quizá uno de los elementos más importantes en la vida de cada uno), simplemente sobre cómo y con quién vive cada uno en su intimidad, se nos transmite una crónica sobre la miseria social en la ciudad de Santiago, trazando un curioso mapa que se muestra con chinchetas.
Como vemos, es el simbolismo llevado al cine, es un moderno Baudelaire cogiendo una cámara y sintiéndose fascinado por la luz crepuscular que ilumina los recuerdos del pasado, que le han hecho llegar al sitio que ocupa en el momento y lugar actuales. Es una propuesta interesante, pero cuya dificultad estriba en su falla argumental. Resulta inconexa, pesada en ocasiones, difícil de seguir. Le falta esa chispa, ese punto de conexión entre obra y público, nos cuesta identificarnos con la propuesta de Agüero. Por muy bien construida que esté a nivel técnico y metafórico, solo mediante una lenta reflexión sobre la misma se puede llegar a comprender el mundo del cineasta. O, al menos, a intentarlo. Una película para ser muy meditada, cuya lacra estriba en que no para ser muy disfrutada por todo tipo de seguidores.