Lo primero que se preguntará, al igual que lo hice yo, todo aquel amante del cine que aún no haya visto esta obra cumbre del séptimo arte de todos los tiempos tras culminar la proyección del film será… ¿por qué he tardado tantos años en descubrir esta joya arqueológica de los orígenes del cine, si es una película de imprescindible visionado y de efectos demoledores para entender la modernización del lenguaje cinematográfico en los años veinte? Pregunta de difícil respuesta, si bien creo adivinar que quizás la solución al acertijo se halle en el autor que está detrás del monumento: Abel Gance. Sí, es cierto que no es un nombre para nada desconocido para un cinéfilo de nivel medio, sobre todo gracias a esa película que visita continuamente todo manual o libro erigido para catalogar en forma de listado aquellas películas que debemos ver antes de morir, o también los textos que se encargan de recordarnos cuales son las 100 mejores películas de la historia del cine… o también los listados en papel o en formato tecnológico (bloguero pijamero) que se atreven a enunciar cuales son las 100, 500, 1.000 o 2.000 películas que todos debemos ver para poder denominarnos cinéfilos de pro. Esa película es Napoleón, sin duda más allá de bromas por mi parte o petulancia cinéfila por parte de los creadores de estos injustos listados, un film que marcó un antes y un después en la historia de este arte que tanto amamos los que escribimos por aquí y que aún conserva intactas todas sus virtudes pasados casi noventa años desde su estreno.
Y es que Abel Gance, pese a ser la cabeza visible de la escuela impresionista francesa en los primeros años de confirmación del cine como arte de masas, y empero su carácter visionario y moderno a la hora de marcar un estilo propio con el que desarrollar la narración conceptual de las historias captadas a veinticuatro fotogramas por segundo —estilo que fue idolatrado por cineastas de la talla de Akira Kurosawa, Francis Ford Coppola o Martin Scorsese— es una figura que ha caído en un incomprensible ostracismo en los últimos años, más allá de Napoleones y listados. Ello puede estar motivado por la actitud megalómana, ambiciosa, egocéntrica y excesiva de su carácter, que se adivina en sus grandes obras (La rueda y la protagonista de esta reseña incluidas) hecho que seguramente desvió la atención de los contemporáneos aficionados al cine hacia su filmografía muda, a lo que se une la rigidez y falta de asimilación de los conceptos de la narrativa sonora que he podido percibir en las pocas cintas de esta etapa que he visualizado de Gance, sin duda dos posibles causas del olvido en el que se halla atrapado esta luminaria de la renovación del idioma fílmico.
Lo primero que he de reseñar es que Yo acuso me parece una de las experiencias más alucinantes desde el punto de vista visual, estético y creativo que se puede experimentar observando este noble arte de hacer películas, sustentando un poder de hipnosis y magnetismo solo a la altura de obras tan sublimes como puedan ser 2001, Intolerancia, Stalker o Metrópolis. Siendo una producción de 1919, la modernidad que desprenden sus seductoras imágenes así como su experimental montaje, que para nada tiene que envidiar a las rimbombantes propuestas de D.W. Griffith, confieren al conjunto de la obra un valor sin parangón, formando junto con la Intolerancia de Griffith —autor que quedó boquiabierto tras visionar Yo acuso— todo un hito de liderazgo en la ruptura de esos rígidos corsés que atenazaban el desarrollo de las epopeyas en el ambiente silente. Uno de los puntos que más me cautivan del film es sin duda la sabia mezcla de naturalismo realista que esbozan los primeros compases del film con una atmósfera fantástica y fantasmagórica de brotes Lynchianos que irradian los mejores momentos de la película como esa inolvidable danza de esqueletos, los sueños pesadillescos fotografiados por Gance evocando la pérdida del amor entre las brumas de un aterrador bosque o ese final en la que un ejército de zombies retorna a casa para acusar a los pacíficos y olvidadizos habitantes de la campiña francesa de la ristra de muerte y destrucción ocasionada por La Gran Guerra. Y es que un gran acierto conceptual de Gance fue mostrar el horror y las consecuencias que infringe la guerra en la población sin lanzar un mensaje en principio anti-belicista, a lo largo de las casi tres horas de duración del film, el cual abraza principalmente las líneas del melodrama romántico francés dibujado por medio del compás de un triángulo amoroso.
La película se estrenó un año después de la conclusión de La Gran Guerra, conflicto armado en el que Abel Gance no tomó parte debido a unos problemas de salud, pero que sufrió, en el terreno psicológico, al ser testigo de la muerte de gran parte de sus mejores amigos en las sanguinarias y embarradas trincheras que esculpieron la mitología épica de esta aberrante batalla mundial. Así, Gance construyó su obra maestra como una terapia personal con el objeto de librarse de su complejo de culpabilidad debido a su exención del servicio militar, obteniendo los fondos necesarios para sacarla adelante engatusando a los productores franceses a los que engañó insinuando su intención de dirigir una cinta de exaltación patriótica. Nada más lejos de la realidad, porque el patriotismo en Yo Acuso brilla por su ausencia, siendo el patetismo y los miserables efectos que la guerra causa en los moradores de cualquier nación del mundo la verdadera esencia que plasmó el director de Napoleón en la simiente de su historia. El maestro reinterpretaría en el lenguaje sonoro la misma fábula veinte años después de su estreno, filmando un remake que no alcanzaría, según todos los comentarios críticos, la grandeza del original, motivado en buena parte por la falta de adaptación del cineasta parisino a los nuevos vientos traídos por el uso de los micrófonos y el diálogo.
Me atrevo a resaltar que la cinta de Gance comparte estructura narrativa y épica derrotista con ese monumento del cine bélico de los setenta que es El cazador de Michael Cimino, partiendo ambas cintas del mismo origen parabólico al describir un triángulo amoroso en el que dos hombres de personalidades contrapuestas pelearán por el amor de una misma mujer —incluso el despechado personaje de François en la cinta de Gance compartirá con los jóvenes trabajadores del acero de la cinta estadounidense su pasión por la caza—, para avanzar a lo largo de un nudo en el que los personajes masculinos abandonarán su lucha romántica y la paz ofrecida por su hogar para dirigirse a los cruentos campos de batalla en los que deberán pelear por su propia supervivencia, culminando ambas obras con una poética alegoría en la que los sobrevivientes retornarán a casa como almas rendidas a la muerte aparentando la estampa de unos seres solo aparentemente vivos, pero heridos de muerte por las consecuencias de los horrores de los que han sido testigos en los campos de muerte. No me cabe duda conociendo la cultura cinéfila y el gusto por la belleza estética del autor italoamericano que el director de La puerta del cielo tuvo a la obra de Gance como marco de referencia para cimentar su inolvidable película sobre la Guerra del Vietnam, hecho que demuestra la poderosa influencia del film protagonista de esta reseña.
Desde el punto de vista argumental, la trama esbozada por Gance arranca como una sencilla historia melodramática que centra su atención en un pequeño pueblo de la campiña francesa, en el que dos hombres de origen y trabajos contrapuestos, el poeta y humanista Jean Diaz y el ácido y arisco François pelearán por el amor de una misma mujer, la frágil Edith, que para más inri se halla perdidamente enamorada de Jean, pero a la vez obligada a guardar la distancias con su amante, debido a su matrimonio con el primitivo François. En los primeros compases del film, de atmósfera plenamente vinculada a la narrativa del vetusto cine mudo pre-años veinte, Gance ya dará muestras de su talento para hacer avanzar la epopeya mediante un estilizado montaje en paralelo al más puro estilo ideado por Griffith en El nacimiento de una nación, perfilando con pequeñas escenas bucólicas la personalidad de cada uno de los personajes que componen el triángulo amoroso descrito en la fábula, introduciendo a su vez innovadoras cápsulas de genialidad por medio de unas vanguardistas sobreimpresiones y lúcidas estampas ornamentales que demuestran la querencia hacia la revisión iconoclasta de la narrativa cinematográfica que ostentaba el galo. Así, el director de La rueda huyó de los sencillos planos fijos habituales en esa época, haciendo avanzar la historia a través de complejos planos cenitales, contrapicados, oníricos fundidos, vertiginosos travellings, llamativos montajes acelerados o novedosos primerísimos planos que recuerdan al fascinante cine mudo soviético de finales de los años treinta. Igualmente seductor fue la apuesta cromática empleada por el pionero cineasta francés, mezclando grises con tonos ocres, para verter todo el nervio y la sordidez de la guerra en unos maravillosos planos nocturnos coloreados en tono rosáceo, introduciendo de esta manera un maquillaje tenebroso y cautivador a las mejores escenas del film.
La inquietante serenidad manifestada en la lucha entre el arte y la bestialidad por la conquista del amor, se verá interrumpida por el anuncio del estallido de la I Guerra Mundial, suceso que ocasionará el alistamiento de los dos contrincantes en las filas del ejército francés, con la siniestra casualidad de ser destinados ambos al mismo regimiento. La amenaza de la muerte que representan las bombas y los alambres de espino en la primera línea del frente occidental, inducirá que poco a poco el primario resquemor que separaba a ambos personajes mute en una incipiente relación de amistad y respeto motivada por la aparición de un enemigo brutal que amenaza la existencia vital de los dos competidores. En paralelo a la historia bélica, Gance desviará brevemente su mirada hacia la desgraciada Edith descubriendo su infortunio tras ser capturada y violada por un escuadrón del ejército alemán —escena esta la del ultraje de una belleza escalofriante hábilmente fotografiada por Gance plasmando en las amenazantes sombras de las manos de los miembros de la compañía germana la comisión de la afrenta contra la delicada Edith, secuencia que apela directamente al Murnau de Nosferatu—, que causará desgarradoras secuelas en el futuro de los tres jóvenes.
Finalmente François enloquecerá producto de las bombas y del extermino de sus compañeros en el campo bélico lo que le inducirá a emprender un viaje sin retorno al mundo de los vivos, mientras que el intelectual Jean regresará a casa para encontrarse con una triste realidad que le impedirá alcanzar la felicidad con su amada y esposa de su ahora amigo. El final de la contienda incitará a que un enfermizo Jean proclame a la gente del pueblo que no olvide el sacrificio de los jóvenes que dejaron su vida y sangre en medio del furor de la batalla, advirtiendo que si ello ocurriera sus compañeros se alzarán de sus tumbas para exhibir con su presencia los devastadores efectos del extravío que supone la lucha indiscriminada entre los seres humanos… acontecimiento que sucederá para la sorpresa de los tranquilos habitantes de la comarca…
Resulta imposible para cualquier amante del cine no sentirse cautivado, hechizado y profundamente enamorado de una película como Yo acuso. Y es que esta es una película que brota cine en estado puro, de ese aún no conquistado por ornamentos impostados ni trucos emocionales destinados a desviar la atención de la verdadera esencia del séptimo arte. Gance ofrece una lección magistral de artesanía cinematográfica empleando las primerizas técnicas que llevaron al cine a un viaje emprendido desde la simple captación de fotografías en movimiento hacia un universo propio dotado de un lenguaje característico que daría lugar al mayor espectáculo artístico jamás creado por el hombre. Así, Yo acuso aparece como una obra total en la que todo encaja como la seda, desde la dirección de actores, pasando por la fotografía, los flashes surrealistas que otorgan al film un engranaje fantasmagórico impresionante aún contemplado a día de hoy, una edificación seminal de la puesta en escena en la que se apuesta por el realismo que aporta la inclusión en pantalla de infinidad de extras y escenas tomadas en primerísimos planos que evitan todo truco de magia para proteger a los intérpretes de los riesgos que conllevaba el rodaje de aquellas escenas de mayor ratio de peligrosidad y un juego de luces y colores que fue utilizado por Gance para insertar en la trama la tensión emocional que despide la pasión que absorbe las diferentes interrelaciones radiografiadas por la innata cámara del cineasta francés.
A la espectacular técnica de la que hizo gala Gance para engarzar el desarrollo de la historia de ficción se une la aportación de pequeñas escenas documentales filmadas en el campo real de las trincheras de la I Guerra Mundial, incluidas en la cinta con un talento tan descomunal que apenas se distinguen de las rodadas en los escenarios de ficción, embellecidos por unos sorprendentes planos generales que chocan de frente en la conciencia del espectador, como la sencillamente grandiosa escena de las cruces que emergen de entre los caídos en combate ante la triste figura del enajenado François o la enigmática secuencia que moldea el discurrir de un ejército de zombies a través de los caminos que desembocan en el pueblo natal de los tres enamorados protagonistas del film. Del mismo modo, la cinta contiene unas magníficas aportaciones de simbolismo poético, llamando la atención en este sentido de la estupidez de los gobiernos generadores del horror de la guerra, al destapar que dos enemigos irreconciliables como François y Jean acabarán entendiéndose y aceptándose sin necesidad de pelear en el momento en el que el conocimiento mutuo y la desaparición del rencor venzan al odio irracional. Este portentoso mensaje que encierra la moraleja final del film servirá para comprobar que los acusados por Gance son los auténticos culpables de las miserias y desgracias que han perseguido a la humanidad desde los albores de los tiempos, y solo la memoria y la búsqueda del entendimiento podrán hacer desaparecer los peligros que aprisionan a nuestros semejantes.
Todo modo de amor al cine.
Estoy interesado en visionar Yo acuso de Abel Gance. ¿Dónde podría ?