No me cabe duda que Josef von Sternberg fue uno de los primeros autores de la historia del cine americano. Vienés de nacimiento, aterrizó junto a su familia en Nueva York a la temprana edad de siete años huyendo de la miseria que atenazaba a sus progenitores en su Austria natal. Sin embargo los comienzos familiares en la tierra de los sueños no fueron nada halagüeños, obligando a Josef (el mayor de tres hermanos) a iniciarse en el duro mundo laboral desempeñando diversos roles (desde empleado de almacén a tendero). Todo cambió cuando el joven aprendiz de operario aterrizó en un cine sito en Brooklyn donde empezó a trabajar como auxiliar de proyección. La fascinación que el ideal universo cinematográfico produjo en la sensible mente del austriaco motivó que éste pronto recondujera su trayectoria hacia el séptimo arte, entrando a trabajar como editor en la industria durante la década de los veinte.
Atraído por la cultura, fue uno de esos autodidactas que aprendió el oficio de rodar películas de forma autónoma, sin asistir a ninguna escuela ni universidad, dejando que la asistencia a los rodajes fuese su mejor aprendizaje. Pero pronto se manifestó su carácter indómito ajeno a la docilidad propia de Hollywood. Pues Sternberg nunca fue etiquetado como un artesano. Sus preferencias y filias estaban más conectadas con gente como Erich Von Stroheim (al que admiraba con toda su alma) o Sergei Eisenstein de quien trató de asimilar esas nuevas técnicas de montaje que rompieron la quietud de las clásicas producciones estadounidenses. Poco a poco fue empapándose en un gremio, el de director de cine, que aún no ostentaba el prestigio y reconocimiento que sí poseían los actores y productores. Pero eso no preocupaba para nada al autor de El ángel azul, un alma rebelde que siempre voló por libre y al que le importaba un bledo el aplauso del público. Porque sus principales aspiraciones no eran otras que las de verter su esencia y delicadeza en unas películas absolutamente personales e identificables con su manera de concebir el cine, tejidas a través de una puesta en escena elegante y pomposa con un ritmo cocinado a fuego lento que pretendía concebir un escenario perfecto para que sus actores (sus creaciones, sus pequeñas obsesiones moldeadas con unas manos que exigían el máximo) dieran rienda suelta a todo su talento. De este modo cinceló un mito: Marlene Dietrich. Durante la primera mitad de los años treinta Sternberg adoptó la figura de una especie de Pigmalión capaz de esculpir una diosa que atraía las miradas lascivas del público masculino y la envidia del femenino. Fue su creación. Su aportación a la cultura popular. Su inmortalidad lograda merced a otra divinidad exenta de modas efímeras. Una obcecación malsana que acabaría misteriosamente con la huida de la Dietrich, quien no volvería a trabajar con aquel que la lanzó al estrellato.
En este lustro de esplendor artístico el austriaco edificó una rareza. Quizás una de sus películas más olvidadas y menos rescatadas. Una película que vista hoy parece que debió tratarse de un encargo que el autor de Marruecos aceptó como trabajo alimenticio para la Paramount Pictures. Y ello se nota en el resultado final. Puesto que Una tragedia humana peca de ciertos tics inherentes a esos films de serie con sello de estudio. Se trataba de la adaptación de uno de los ‹best sellers› de la época, Una tragedia americana, novela publicada en 1925 y sin duda un texto legendario salido del imaginario del prestigioso escritor Theodore Dreiser. Parece que Dreiser no quedó conforme con la versión cinematográfica realizada por Sternberg, no llegando a conocer el posterior remake y aclamadísimo melodrama protagonizado por dos jóvenes que acabarían convertidos en mitos como Liz Taylor y Montgomery Clift dirigido por George Stevens también para la Paramount en 1951: Un lugar en el sol.
Sin ser el objetivo de esta reseña establecer una concienzuda comparación entre original y remake, si que creo merece la pena señalar las principales diferencias entre ambas para aquellos que sientan curiosidad. En primer lugar la cinta de Sternberg otorga el protagonismo absoluto al personaje de Clyde Griffiths (el trepa que adquiría otro nombre bajo el ascético perfil de Clift), siendo sus acompañantes femeninas simples comparsas necesarias para el desarrollo de la trama, algo que contrasta con el protagonismo de la caprichosa ricachona interpretada por Taylor en el remake, así como esa presencia importante y llamativa de la Winters en el papel de la desdichada trabajadora engañada y caída en desgracia por las malas artes del protagonista del relato. Esa es otra diferencia entre ambas obras. En la cinta dirigida por el autor de Los muelles de Nueva York será más relevante el aporte de esa humilde trabajadora vilipendiada por la avaricia y egoísmo del protagonista que el de la rica y consentida heredera de la que se enamorará, algo que en Un lugar en el sol será modificado de forma radical otorgando el liderazgo de escena a la damisela de la alta sociedad en detrimento de la moradora de las clases menos pudientes. Otra diferencia clara: Una tragedia americana descansa bajo los paradigmas de un drama social, que terminará derivando en un film judicial, típico de los años treinta, mientras que el film de Stevens hacía reposar su engranaje bajo los designios del melodrama romántico más puro repleto de glamour y trucos visuales. Y para rematar merece la pena reseñar otra discrepancia: Sternberg pasará olímpicamente de radiografiar las relaciones familiares que se establecen entre el protagonista y su acaudalada familia, algo que será telegrafiado con todo lujo de detalles por Stevens, siendo el marco familiar donde tienen lugar los sucesos un punto esencial en la narración dibujada por el autor de Raíces profundas (Shane, 1953) frente a la desidia mostrada por el maestro Sternberg para quienes los miembros de la familia de su héroe ostentan únicamente la forma de unos maniquíes incapaces de aportar simiente y nervio siendo por tanto su presencia meramente testimonial.
Podemos dividir la sinopsis en dos tramos diferenciados. El primero describirá muy superficialmente el carácter de Clyde Griffiths (Phillips Holmes) un ambicioso joven que trabaja como botones en un hotel de su Kansas City natal. Con apenas dos pinceladas de genialidad Sternberg pintará el temperamento de éste: un chico mujeriego, juerguista y con nulas dotes para la responsabilidad. Algo que choca con la naturaleza de su madre, encargada de una misión religiosa que trata de dar cobijo a aquellos que han quedado sin ningún tipo de protección. Casi sin dar respiro al espectador seremos testigos del atropello por parte de los borrachos amigos de Clyde de un peatón. Temeroso de ser inculpado, éste abandonará su ciudad con destino a Nueva York donde entrará a trabajar como supervisor en la empresa textil regentada por su acaudalado tío. Allí conocerá a una tímida joven llamada Roberta Alden (angelical Sylvia Sidney) de quien Clyde aprovechará su ingenuidad para conquistarla a pesar de la prohibición existente en las normas de la empresa que impide que puedan establecerse relaciones amorosas entre los empleados. Sin embargo, Clyde se introducirá en el mundo sofisticado y artificial de la alta burguesía neoyorquina, conociendo a una heredera que sustituirá en su corazón a la cándida Roberta. Pero el paraíso encontrado por Clyde será puesto en peligro en el momento en que Roberta anuncie a su ex novio que se ha quedado embarazada y que no está en su mente abortar. De este modo Clyde urdirá un plan para librarse del obstáculo que le estorba para alcanzar su felicidad: el asesinato de Roberta disfrazado como un ahogamiento accidental en el lago lugar de reunión de los jóvenes aristócratas neoyorquinos. Pero en el momento de cometer el delito, una especie de arrepentimiento explotará en la mente de Clyde. Escrúpulo que no detendrá la comisión accidental del homicidio, aunque moralmente no tan fortuito por el hecho de huir del lugar del crimen sin prestar socorro a su víctima.
Dará así comienzo el segundo vector del film con la aparición de la policía, que en un abrir y cerrar de ojos detendrá a Clyde como inductor del asesinato de la inocente Roberta. Ante esta circunstancia la familia del ambicioso encargado textil pondrá a su disposición un par de abogados que tratarán de defender ante los ojos de la justicia los actos en los que su defendido incurrió, iniciándose una batalla judicial cruenta contra el afilado fiscal del distrito donde será juzgado el dilema moral al que se enfrenta el jurado: culpar o no el acto de abandono que indujo la muerte de Roberta. Una dejación que a los ojos de la justicia juega en el mismo terreno que un asesinato en primer grado de tentativa. ¿O no?
Como hemos comentado el film se segmenta en dos tramos muy claros. En mi opinión muy diferentes desde el punto de vista artístico igualmente. Pues la primera parte del film detenta esa mirada inquisitiva, despiadada y muy elegante de Sternberg, siendo muy identificables su gusto por esa puesta en escena controlada hasta decir basta, ese desmembramiento de las pasiones humanas como motor de la existencia y esos encuadres siempre precisos y poderosos que caracterizaron su carrera. Una primera parte muy bien trenzada a pesar de ese ritmo frenético que no se detiene en ningún momento en elaborar complejas disecciones de la moralidad de sus personajes donde sobresale la presencia de la virginal Sylvia Sidney quien supo recrear uno de esos atormentados personajes femeninos marca de la casa Sternberg siempre castigados por su mala ventura.
Sin embargo el film empieza a naufragar en el momento en que Sidney desaparece de la pantalla por exigencias del guión. A partir de la ejecución del intento de, y a la postre, asesinato. Pues desde este instante el film derrota hacia una especie de drama judicial muy convencional y falto de carácter distintivo. Las escenas localizadas en el tribunal parecen estar metidas con calzador, derivando el alma del film hacia una especie de repetición monótona de una serie de secuencias y planos que no aportan ningún valor. La obra de autor se transforma pues como arte de magia en una pieza de artesanía de serie mil veces vista. No existe un elaborado alegato que trate de comprender los complejos demonios morales del protagonista. La cinta huye de cualquier conato de esbozar un retrato psicológico así como de denuncia en contra de esa alta sociedad neoyorquina superficial, amoral y frívola capaz de hipnotizar con sus artificiales cantos de sirena a esos ambiciosos miembros de la clase obrera que pretenden ascender socialmente caiga quien caiga. Asimismo los posibles motivos románticos que indujeron al crimen a Clyde no están claros, difuminándose en un mar de litigios entre abogados que no aportan nada en el discurrir de la historia. De este modo Sternberg culminó su producto de forma abrupta, como si de repente se hubiese aburrido de seguir rodando y decidiera por tanto introducir un desenlace que podría haber sido mucho más elaborado desde el punto de vista intelectual.
Pero que más da. Una tragedia humana merece ser reivindicada como una de esas obras de encargo realizadas por uno de los genios del cine americano en su etapa de mayor inspiración poética. Por tanto a pesar de que lo impersonal prevalece sobre la personalísima lírica del maestro, es posible atisbar, en el primer tramo del film, ciertas pinceladas de pericia en una obra que detenta el oficio de alguien que amaba el cine sobre todas las cosas. Y del mismo modo resulta un placer contemplar la afinada y acertada composición de Sylvia Sidney cuyos ojos y sonrisa atrapan sin remisión gracias a esos primeros planos que nos regaló Sternberg de su hermoso y puro rostro. Y es que Una tragedia humana se eleva como una de esas obras menores que dejan un estupendo sabor de boca a pesar de sus defectos, pues sus virtudes logran tapar los mismos sin ningún tipo de discusión.
Todo modo de amor al cine.