Stella es una ambiciosa muchacha pueblerina que trabaja en una fábrica téxtil y cuyo sueño es contraer matrimonio con Stephen Dallas, un dandy de la alta sociedad venido a menos que se ha visto obligado a buscar trabajo en la fábrica del pueblo tras el suicidio, provocado por la bancarrota, de su padre. Tras conseguir casarse con Stephen y engendrar a la pequeña Laurel, la diferente personalidad de los miembros del matrimonio —Stephen un tipo calmado amante de la tranquilidad y con alergia a las fiestas y Stella un huracán amante de la diversión y de la vida social— provoca la separación de la pareja tras recibir Stephen una oferta de trabajo en Nueva York, quedándose Stella al cuidado de su hija Laurel. Pasados los años Stephen se convierte en un hombre de éxito que encuentra de nuevo el amor en brazos de una viuda rica, mientras que Stella se ha convertido en una mujer grotesca, acompañada a menudo por un borrachín que le ha generado una mala reputación entre la comunidad y que carece de los medios necesarios para hacer feliz a su hija en una sociedad movida por las apariencias y el convencionalismo social. Los desprecios sufridos por su hija debido al comportamiento estrafalario de Stella unido al acomodo que parece deparar la situación familiar de Stephen obliga a Stella a hacer el mayor sacrificio de su vida en aras de que su hija alcance la tan deseada felicidad.
En 1937, King Vidor con todo el poder monetario de la productora de Samuel Goldwyn a su disposición erigió uno de los grandes melodramas de la historia del cine, nada más y nada menos que Stella Dallas, dejando en herencia al cine una de esas interpretaciones femeninas que quedan grabadas en los libros de historia: la de la legendaria Barbara Stanwyck que consiguió dibujar uno de esos personajes sacrificados, rebosantes de humanidad y de una desgraciada existencia, que coparon los grandes melodramas del Hollywood clásico con enorme éxito comercial y artístico. Gracias a la labor formativa del tuitero mexicano Raymundo Jiménez, cayó en mis manos el original de esta magna obra, de la cual desconocía su existencia, cuyo visionado me provocó ese enorme placer que suscita descubrir una joya de gran pureza e innumerables quilates.
Porque para mi sorpresa la película muda que dirigió Henry King en 1925, también para la productora de Samuel Goldwyn, es un perfecto espejo en el que se refleja la cinta sonora, manteniendo ambas obras una línea argumental y desarrollo temporal de la narración sorprendentemente análogo. De este modo podríamos empalmar el metraje las dos películas —que tienen la misma duración en minutos— y el resultado de la comparación nos revelaría la semejanza esquemática de los planos y secuencias de ambos filmes. Únicamente encontraríamos divergencia en la forma en que se plantean ciertas secuencias accesorias a la genética de la trama, como por ejemplo la famosa escena del tren, aquella en la que el personaje de Ed (el eterno pretendiente de Stella) bromea arrojando bolas de papel a los pasajeros del tren en la cinta muda, mientras que en la sonora la técnica burlesca empleada es el lanzamiento de polvos pica pica por el cuerpo a los inocentes viajeros. O la escena de la estancia de Laurel (la hija de Stella) en el club campestre que es adornada en la película sonora con una bella secuencia ciclista mientras que en la muda el paseo conjunto en bicicleta es sustituido por un viaje en canoa a través del río. Por lo demás la puesta en escena y las secuencias se empalman como si de películas gemelas se tratara.
La Stella Dallas de King es una película modelo del cine mudo de entretenimiento que se rodaba en los grandes estudios estadounidenses. Alejada del carácter silencioso del expresionismo alemán, el mudo japonés y europeo, y también distante del tono social del silente soviético, la obra se construye por medio de una bella fotografía de tonos ocres (y azules y rosas en las escenas nocturnas) magníficamente conservada, predominando los planos medios de corta duración escénica que son interrumpidos rítmicamente por medio de la aparición de los carteles de diálogo que acompañan continuamente a la narración. Porque el empleo agresivo de diálogo para ilustrar las escenas incita que Stella Dallas sea una película muy dialogada, tal como Los muelles de Nueva York de Josef von Sternberg, El precio de la gloria de Raoul Walsh o el Peter Pan de Herbert Brenon por citar ejemplos afines del cine mudo comercial estadounidense.
Están presentes las clásicas sobreactuaciones que adoptaban los grandes actores del mudo si bien ya se empezaba a atisbar cierta contención dramática en las escenas de mayor intimismo —como es el caso del lacrimógeno final de esta película, de enorme belleza visual y devastadores efectos para los lagrimales—. Destaca la presencia del mítico Ronald Colman en el papel de Stephen Dallas, uno de los grandes galanes del cine mudo americano y del cine de los años treinta, poseedor de una filmografía potente que incluye títulos como Historia de dos ciudades, Doble Vida, El prisionero de Zenda, Horizontes perdidos y Lo que queda del día. Maravillosa igualmente es la actuación de Belle Bennett que nada tiene que envidiar a la urdida por la Stanwyck, si bien las comparaciones son odiosas ya que el de Bárbara es uno de los grandes papeles femeninos de la historia beneficiado por los avances narrativos desarrolllados en los años treinta en los que a base de primeros planos de la estrella se lograba transmitir toda la emoción que emanaba de los ojos y del rostro, recurso que no está disponible en la obra primitiva. A pesar de la ausencia de primeros planos, los rasgos bondadosos de la Bennett, junto a su natural descaro, captan la esencia del personaje a las mil maravillas.
Cierto es que del argumento descrito en el primer párrafo de esta reseña podría desprenderse que la trama se asemeja a un culebrón venezolano ñoño que busca la lágrima fácil del inocente espectador, y no estarían en un error quienes piensen en ello. Estamos hablando de la adaptación de una novela de principios del siglo XX escrita por Olive Higgins Prouty que ostenta los ingredientes que procuraban satisfacción a los moradores de aquella época: la imposibilidad de salvar los problemas que acarrean las diferencias sociales, la idea del dinero como fuente de felicidad o infelicidad en caso de carestía del mismo, los sacrificios que está obligada a practicar una madre para complacer la felicidad de sus descendientes, las relaciones sociales marcadas por el poder de los convencionalismos y los falsos rumores —es decir, el famoso dicho de cría mala fama y échate a dormir— y un claro predominio del sentimentalismo poético y de la irrealidad teatral sobre el realismo de trincheras. Pero ello es lo que convierte a estas películas (tanto la muda como la sonora) en una maravillosa fábula moral e histórica que nos permite ser testigos de una lección de antropología social, manifestándonos la evolución que ha habido en la forma de establecerse las afinidades entre las personas.
Quien consiga librarse de los posibles prejuicios que pueda suscitar el hecho de enfrentarse a una obra muda, con todos los tics presentes en sus cimientos, y que teje una trama con claro sabor clásico, disfrutará de una joya del séptimo arte, muy entretenida, filmada con un gusto y elegancia solo al alcance de los grandes técnicos de Hollywood que deja un magnífico sabor de boca a cine añejo, aquel cine en el que los sentimientos y la aparatosidad teatral nos permitían viajar a mundos en los que la escenificación de las tragedias irreales producían los mismos efectos que las imágenes de la película más hiperrealista de la historia del cine. Ese es el origen del cine.
Todo modo de amor al cine.
El original | Crítica a Stella Dallas de Henry King | Cine maldito, es algo genial. Me encanta vuestra web.
Muchas gracias!
Gracias por el artículo, por recuperar una obra muy olvidada. Para mí no hay duda que en esta lucha de reyes gana Henry. Cuando ví la muda, el título de Vidor se me cayó al suelo. Evidentmente no es una mala película pero automáticamente se me convierte en teatro filmado mientras la muda posee esa fuerza cinematográfica (casi) pura del buen cine mudo. La Benett hace una interpretación soberbia, superior, para mí, a la más afectada de (que conste que la adoro, aparte de parecerse a mi madre) Stanwyck. King ya demostraba ser un director de primera desde la insuperable Tol’able David, y que el cine sonoro no le hacía ninguna falta. Para las interpretaciones solamente sugiero ralentizar ligeramente la velocidad de casi cualquier título mudo (la mayor parte de las veces de 1 a 0’75, pues es lo que más se parece pasar de los 24 f/s a los 16 f/s de la toma y proyección media en los tiempos del mudo) para que las interpretaciones de la mayor parte de las películas mudas de golpe, ¡allez hop! parezcan más naturales. Si aceleramos a 1’25 incluso las interpretacions de Oscar del último año nos van a parecer ridículas (así como si un proyeccionsita de 1925 proyectase las películas a la velocidad con que se nos destrozan las obras maestras del mismo año, el público de su época pediría que le devoviesen el dinero). ¡Cuanto daño han hecho estas malas praxis para que se anquilosen según que prejuicios contra el cine mudo! Según mi opinión, los hallazgos de la versión muda no los supera la sonora y si tuviéramos que poner en la sonora tantos carteles como frases de diálogo importantes se oyen en la de Vidor esos seguramente se multiplicarían por 10 (supongo que alguien con tiempo podrá hacer sus cuentas si suma la cantidad de subtítulos que aparecen). No me estoy cargando, de ninguna manera (diós me libre) al monstruo que realizó The Big Parade o The Crowd. Es más, el mismo Henry King (un director que cuanto más conozco más admirado me tiene) cometió el mismo atropello de «poner al día» (osea, estropear con blablabla) obras maestras mudas de otros, como The 7th Heaven, de Borzage que, como era lógico, no puede competir, en términos de poética cinematográfica pura, a la obra original. Que le vamos a hacer. Gracias de nuevo.