A mediados de los cuarenta uno de los directores de referencia del melodrama de oro americano, como fue George Cukor, dirigió un remake de un thriller británico basado a su vez en una exitosa obra de teatro escrita por el dramaturgo Patrick Hamilton. Sí, la película de la que hablamos es Luz que agoniza, film de tintes legendarios que es sin duda una de las grandes obras maestras del melodrama de todos los tiempos, el cual poseía a su vez un cosmos gótico e intrigante que revestía el resultado final con una armadura ajena a las modas y al paso del tiempo. La película de Cukor era fundamentalmente una obra psicológica que hacía su principal apuesta en la insinuación a la hora de trazar ese viaje desde la cordura hasta la locura enfermiza experimentado por la protagonista, basando buena parte de su hipnótico resultado final en la química que desprendía el cuarteto que cimentaba el film: la frágil e inocente dama interpretada por una espléndida Ingrid Bergman en uno de sus mejores papeles en los EEUU, el maquiavélico y sádico marido interpretado con una aspereza increíble por el francés Charles Boyer, el pusilánime detective alma protectora de la protagonista que adquiría el rostro del siempre eficaz Joseph Cotten y por último la siniestra y sexy criada que despertaba los más bajos instintos primarios de Boyer que interpretó de forma muy sugerente y aniñada una jovencísima Angela Lansbury.
Con esta magna obra como referencia, cualquier comparación con la obra británica original puede resultar ciertamente arriesgada. Sin embargo he de decir que la película británica, dirigida en 1.940 por el para mí desconocido Thorold Dickinson, pese a ser claramente una obra inferior al remake norteamericano (película esta con muchos más matices melodramáticos y con un sentido del ritmo más poético e inquietante que la británica), es una excelente muestra de cine negro british, el cual como en alguna ocasión ya hemos comentado, se diferencia de su compañero estadounidense en la puesta en escena más teatral y menos hardcore que las grandes obras emanadas del otro lado del charco.
Por continuar con este ejercicio comparativo entre las dos cintas, resalto que mientras que la cinta estadounidense trazaba un dibujo mucho más detallado del desgaste emocional padecido por el personaje interpretado por Ingrid Bergman provocado por las perversas maniobras de su marido, el cual trataba de arrastrar a la Bergman hacia la demencia a través de un pérfido juego de engaños, sonidos fantasmales y desgastadas luces de gas, en la cinta británica apenas se reservan unos minutos al malvado y misterioso juego de ocultaciones y apariencias espectrales perpetrado por el marido centrando la historia más en la relación de dominación sádica con ciertos rasgos de dominio hipnótico ejercido por el cruel y despótico protagonista hacia su lánguida mujer, el cual hace gala de una personalidad delictiva y degenerada casi desde el primer plano del film, a diferencia de la inicial bondad del personaje de Boyer. Otra diferencia es el rol de la joven criada que trabaja para la pareja. La aniñada ninfómana interpretada por Lansbury deja paso a una maligna y retorcida manceba que sucumbe a las proposiciones sexuales de su señor casi al instante mostrando un talante más interesado y libertino que el del mismo personaje en la cinta americana. Por último, el halo romántico que ostentaba el policía que interpretaba Joseph Cotten, el cual vertía sobre la trama una línea argumental amorosa unida a la meramente policial, desaparece totalmente en la película british, puesto que el detective atormentado por no haber podido resolver el caso de homicidio acontecido en la mansión que hospeda al matrimonio que lidera la trama que interpreta Frank Pettingell, carece de ese espíritu de galán conquistador siendo meramente un ex-agente que trata de resolver el caso de asesinato que le persigue desde el pasado.
Sin embargo la principal diferencia entre ambos films es la del género que acaba conquistando el cosmos planteado en el film. El drama psicológico de Luz que agoniza sucumbe al thriller muy negro de Luz de gas puesto que esta última básicamente es eso: un thriller muy elegante con un marcado universo teatral y una perfecta ambientación que nos transporta directamente a la Inglaterra victoriana. Es decir, el estudio del interior de los personajes prácticamente es inexistente en Luz de gas, avanzando ésta con ritmo frenético sin prestar atención a las sugestivas interrelaciones experimentadas por los protagonistas en el film de Cukor. En cambio, la cinta original dibuja a las mil maravillas una atmósfera plena de claustrofobia gracias al acierto de centrar la mayor parte del desarrollo del film en el interior de la casa que habita el matrimonio protagonista. La casa es un personaje más dotado de una personalidad tenebrosa que parece adquirir vida a medida que los personajes cruzan los diferentes habitáculos que la conforman. Dickinson traza con una inteligencia supina la dicotomía existente entre la felicidad que representa el exterior fuera de las cuatro paredes de la casa (hábilmente representada por los juegos callejeros de unos sonrientes niños) con la depresión existente en el interior del hogar a través de la mirada perdida del personaje de Bella (interpretado con buen tino por la magnética Diana Wynyard) y también gracias a la dictadura implantada en el nicho familiar por su cacique marido Paul (el cual es recreado de forma magistral por ese gran actor austriaco que fue Anton Walbrook, al que todos recordamos en títulos tan emblemáticos de Powell y Pressburger como El coronel Blimp o Las zapatillas rojas y en las dos obras maestras francesas de Max Ophüls Lola Montes y La Ronda).
Al igual que su posterior remake, la película narra la historia del matrimonio formado por Bella (una una débil mujer que depende totalmente de su maquiavélico cónyuge) y Paul (un déspota que posee actitudes sádicas que ejerce sin misericordia contra su esposa), recién arribado a una casa situada en un céntrico barrio londinense en la época victoriana, vivienda en la que años atrás tuvo lugar el asesinato por estrangulamiento de la dueña de la misma (secuencia la del asesinato que abre el film tras un bello travelling que recorre en una panorámica tomada en grúa los alrededores del barrio desde un vetusto parque hasta penetrar en la ventana de la habitación donde tiene lugar el homicidio). El maltrato psicológico que Paul practica contra Bella no tiene otro objeto que hacer creer a la vecindad que su mujer ha perdido la razón, con un claro objetivo: encerrar a su cónyuge en un manicomio para así poder buscar las joyas que la pretérita dueña escondió en la casa, hecho que provocó el asesinato de la anciana a manos de Paul. Sin embargo, la curiosidad de un veterano ex-policía vecino de la pareja que cree reconocer en el rostro de Paul las facciones del principal sospechoso del caso de asesinato de la vieja propietaria al cual no pudo capturar por haber huido de la ciudad desvaneciéndose de la memoria policial por tanto a medida que el tiempo indujo el archivo del caso, complicará la pretensión inicial de este siniestro personaje.
Un punto muy estimulante de Luz de gas es su virtuosismo técnico. Dickinson mezcla con naturalidad modernos travellings y zooms con pausados planos medios que incrementan la sensación de opresión y asfixia padecido por la atormentada Bella. La planificación de las secuencias roza la excelencia, siendo especialmente llamativa la sensacional escena de la salida del matrimonio a la fiesta de sociedad, la cual con solo unos pequeños cortes de montaje describe a la perfección el ambiente superficial y falso de la era victoriana representado tanto en los invitados a la fiesta como en el engaño urdido por Paul para hacer creer a su esposa que ésta ha escondido en su bolso un reloj de su propiedad. Uno de los aspectos en los que la cinta británica sale ganando respecto a la americana es en el empleo visceral de una violencia descarnada, así como el retrato de una sexualidad para nada escondida por la cámara de Dickinson, puntos estos que brillaban por su ausencia -seguramente por motivos de censura- en la versión USA. Así el personaje de Paul maltrata sin impunidad a Bella rozando ciertas escenas una desgarradora crueldad y por si esto fuera poco, Dickinson no dudará en mostrar en primer plano la pasión sexual que desprende la relación entre Paul y su joven criada, adulterio que en el remake de Cukor era poco más que un mero juego de seducción. Todo esto se remata con una escena final ciertamente increíble en la que parece intuirse el germen del slasher setentero gracias a una secuencia que evoca directamente al giallo italiano.
A todo lo indicado se suma la duración más concisa de Luz de gas, aspecto que insta a que la trama del film evite detenerse en complejos estudios filosóficos, dando pues como resultado una obra opuesta en su forma, que no en el fondo, a la cinta de Cukor, que terminará convirtiéndose en una espectacular, desgarradora y sublime intriga puramente british que hará deleitarse a los amantes del cine de género. Una cinta, por tanto, que sin llegar a la cumbre artística de su espejo americano, si que es una obra muy, pero que muy, notable y por tanto recomendable como referente de ese cine negro británico que tantas alegrías nos ha dado a los fanáticos del cine noir a lo largo de la historia.
Todo modo de amor al cine.