A finales de los años cuarenta la fábrica de sueños que era Hollywood vivía su época de máximo esplendor. Recién acabada la II Guerra Mundial el cine era el medio a través del cual los estadounidenses (veteranos de guerra o no) dejaban escapar la imaginación y la esperanza de un mundo mejor para dejar en el olvido las atrocidades vividas pocos años atrás. El espectador tenía multitud de opciones que se adaptaban a la perfección a los gustos del pueblo americano: desde el melodrama romántico, pasando por el cine negro, el musical, el bélico patriótico hasta desembocar en las comedias escapistas que no tenían otra intención (bendita intención) que la de hacer pasar al público una hora y media entretenida para de este modo hacer olvidar los problemas, el estres y las miserias que por desgracia dominaban el día a día.
El cine ha sido desde su invención una irrealidad con pretensión de plasmar la realidad. Realidad y fantasía se han dado la mano desde los propios orígenes del séptimo arte. Al cine le ha fascinado la realidad, así como a los espectadores del mundo real nos fascina pensar que en algún momento de nuestra existencia lograremos vivir las peripecias que han experimentado nuestros héroes cinematográficos. El cine es el medio que ha permitido a los perdedores mimetizarnos con sagaces detectives moradores de las cloacas de las grandes urbes, a imaginar que vivimos fascinantes aventuras en el desierto o en los Mares del Sur, a convertirnos en pistoleros del lejano oeste que luchan contra las injusticias que tratan de imponer los salvajes terratenientes o incluso a soñar con poder conquistar a bellas mujeres con el solo chasquido de nuestros dedos independientemete de nuestro aspecto físico. Todo ello choca de bruces al despertar del sueño irreal, es decir, al toparnos de bruces con la triste realidad cotidiana.
Pero, ¿no es más divertido y seremos más felices si nos dejamos llevar por la imaginación, es decir, si retornamos a nuestra infancia, dejando así que la fantasía destruya aunque sea solo por un momento a la triste realidad? Esta es la pregunta que emana del argumento de una de las mejores comedias norteamericanas de los años cuarenta, o lo que es lo mismo, la magnífica, tierna y reconfortante La vida secreta de Walter Mitty, quizás la cinta más emblemática de uno de los mejores cómicos de la historia de EEUU, el pelirrojo Danny Kaye, un actor que hizo disfrutar en la infancia a la generación de treinta y cuarentañeros españoles gracias a las reposiciones que se llevaron a cabo de sus películas en la famélica programación televisiva de la España de los ochenta. Kaye, una de las grandes estrellas de Broadway, fue el cómico más famoso de los EEUU en los años cuarenta y cincuenta, sin duda un intérprete que dotaba de un ingenioso histrionismo (a la vez que de una sincera ternura) a sus papeles. Sus caras, juegos de voces, humor inocente y números musicales desternillantes han pasado a la historia del cine americano, recordando a los explotados en el cine actual por Jim Carrey, actor que sospecho cuenta a Danny Kaye entre sus referentes artísticos indispensables.
En La vida secreta de Walter Mitty Danny Kaye da el do de pecho dibujando uno de los mejores papeles de su carrera. Lo novedoso de la interpretación de Kaye es que además de conceder a su personaje la habitual vena cómica caricaturesca de su humor, consiguió transmitir una tierna empatía al dibujar un personaje que es en realidad aquel perdedor que tiene en el mundo de las fantasías (el cine) su puerta de evasión de la realidad. Así Mitty es un espejo en el que se refleja el perfil de los incipientes frikis estadounidenses que empezaban a esculpirse en los años cuarenta, esto es : un joven que vive con su dominante madre (cansina progenitora que acompaña cada día a su retoño a la estación de trenes para martirizarle con su tiquismiquis presencia) que es incapaz de relacionarse de forma adulta con sus semejantes y cuyo talento pasa desapercibido en la empresa de cómics e historietas en la que trabaja como dibujante, ya que sus ingeniosas ideas son robadas por sus superiores, menospreciando éstos de este modo la inteligencia del joven Mitty, dado que básicamente los jefes consideran a Mitty como un niño grande. A todo ello se une la pretensión de su entrometida madre de casar a Mitty con la descerebrada y sumisa vecina de toda la vida, chica por la que Mitty no siente el más mínimo sentimiento afectivo y que para más INRI termina abandonando a Mitty por el primer candidato que se cruza en su camino.
Ante un panorama semejante al ingenuo Mitty no le cabe otra salida que imaginar que en realidad es un héroe de cuento capaz de transformarse en un apuesto médico capaz de salvar la vida a un moribundo y atraer las miradas de las guapas enfermeras gracias a su inspiración genial, un intrépido aviador capaz de derribar a infinidad de aviones enemigos y al mismo triunfar en los terrenos del amor o un valiente tahúr que no dudará en enfrentarse a sus tramposos oponentes. En todas las maquinaciones imaginarias de Mitty aparecerá la figura de una bella mujer rubia (Virgina Mayo) emanada de sus inconscientes ensoñaciones.
Sin embargo Walter se topará con la misma chica rubia en la estación de forma que el ideal de mujer de Walter tornará en imagen real bajo la forma de una desvalida dama que trata de huir de la persecución que unos siniestros personajes llevan a cabo en contra de nuestra heroína con el objetivo de apoderarse de un libro que se halla en su poder. A partir de entonces Mitty se verá envuelto en una misteriosa y peligrosa trama en la que deberá proteger a su amada de las criminales intenciones de sus malvados perseguidores (entre los que destaca un genial Boris Karloff en un papel auto-paródico del mito de Frankenstein) y en la que realidad y ficción cruzarán sus líneas de demarcación de manera que no sabremos con exactitud si la aventura iniciada por Mitty es real o simplemente es otra de las historietas brotadas de lo más profundo de su imaginación.
La cinta se basa en un relato corto bastante popular escrito unos años antes de la filmación de la película por James Thurber, y ello se nota, ya que el espíritu del film presenta una notable influencia del mundo literario. La trama evoca el universo de La historia interminable de Michael Ende y de numerosas novelas que añoran la presencia de una imaginación que ha sido fagocitada por el dominio de la realidad presente. El artesano Norman Z. McLeod, un cineasta que filmó dos de los primeros éxitos de los Hermanos Marx (Plumas de Caballo y Pistoleros de agua dulce) y que anteriormente ya había formado equipo con Danny Kaye y Virginia Mayo en ese estupendo remake de La Vía Láctea que fue El asombro de Brooklyn, logró aunar con acierto los esquemas de la comedia clásica y alocada (con inclusión de algún número musical hecho a la medida de la verborrea y léxico propio de Kaye como el del sastre francés inserto en la historieta del aviador) con el melodrama de aventuras cocinando un cocktail ingenioso y divertido que logra con la misma eficacia encender la risa del espectador como enternecer los corazones más sensibles.
La vida secreta de Walter Mitty es una de esas comedias agradables repletas de vitalidad que siguen conservando ese halo de modernidad y encantamiento que ostentan los grandes clásicos del cine. En una época como la actual en la que quedan pocos espacios en el cine (y me atrevería afirmar que en esa vida real de la cual trata de evadirse el bueno de Walter Mitty) para la esperanza, cintas como esta suponen un oasis que nos reconcilia con la visión optimista de la existencia. Entre las escenas más desternillantes se encuentran la ya comentada secuencia musical del sastre Kaye, la maravillosa escena homenaje a El hombre mosca en la que Danny Kaye hace gala de sus dotes físicas para huir del malvado Boris Karloff, las escenas grotescas y desternillantes de las aburridas reuniones familiares urdidas por la madre de Walter y la quizás más famosa escena cómica de la cinta, esta es, aquella en la que un Walter esquizofrénico se enfrenta con el personaje de Boris Karloff el cual se hace pasar por un escritor de novela negra enviado por la empresa de Mitty narrando a nuestro héroe la historia del libro que ha escrito que es en realidad la del crimen que va a intentar ejecutar en contra del ingenuo protagonista.
La cinta torna en su parte final en un melodrama de aventuras en el que las escenas de acción dominan a las de la pura comedia. Así la secuencia final de la cinta podría estar sacada de los incipientes thrillers filmados en los años cuarenta (con toques cómicos que aportan oxígeno a la acción), y sirven para lanzar la moraleja de que para lograr que los deseos se hagan realidad hay que olvidarse de las fantasías y ser pro-activo y lanzarse a la acción como medio para alcanzar nuestros objetivos.
El espectacular techni-color, el cual es el óleo en el que se plasman las aventuras de Mitty, ayuda a crear una atmósfera ilusoria que casa a la perfección con el espíritu del film. Sin duda La vida secreta de Walter Mitty es una comedia de enredo entrañable, fresca, entretenida, inspiradora de felicidad y divertida que nos tele-transporta al ilusionante mundo de los sueños logrando que volvamos a ser niños por un instante. Una película que deja un dulce sabor de boca en cada revisionado. Todos hemos sido y somos unos Walter Mitty. No dejemos que la triste realidad tan cercana nos haga olvidar que allá escondido en lo más recóndito de nuestro ser hay un Walter Mitty que nos recuerda que no debemos abandonar el gozoso mundo de las fantasías.
Todo modo de amor al cine.