El cine de le época dorada de Hollywood, es decir el producido en masa por las ricas compañías cinematográficas en los años treinta y cuarenta, poseía como rasgo característico marcado a fuego en sus manuales de estilo el hecho de ubicar los escenarios en los que se desarrollaban sus historias entre las cuatro paredes que marcaban el territorio de los estudios de rodaje de las grandes productoras. Daba igual que la epopeya se asentara en unas esclavistas plantaciones de algodón durante la Guerra de Secesión americana o en los bajos fondos de cualquier ciudad americana, o que se ambientase en un opresivo barco mercante dirigido con métodos dictatoriales por un atormentado capitán de navío o incluso que situase la acción en un decadente café localizado en la ciudad de Casablanca regentado por un escéptico romántico que no paraba de repetir a Sam que la tocase otra vez (la canción, entiéndase). Los innovadores escenarios así como el artístico diseño de producción elaborado con mano maestra por los prestigiosos técnicos de Hollywood enmascaraban con su impostada atmósfera el hecho de que las calles y barrios fotografiados en las viejas películas eran en realidad esbozos de cartón piedra carentes del alma y los olores que ostentaban los escenarios naturales.
Si bien en Norteamérica triunfaba el cine de estudio, en Europa debido a la escasez de medios que imperaba en la época de post-guerra, los directores optaron por sacar la cámara a las calles y rodar por tanto en escenarios reales. Así, el cine neorrealista italiano marcó un punto de inflexión que señaló a partir de entonces el camino a seguir por los nuevos autores que surgieron en los años cuarenta. Este ejercicio de estilo no sólo dejó sentir su influencia en el Viejo Continente, sino que los nuevos e inquietos autores americanos que germinaron su arte durante la II Guerra Mundial comenzaron a abrazar esta forma más realista de plasmar la irreal realidad que es el cine.
En EEUU el cine negro fue sin duda el reflejo especular del cine neorrealista italiano. Los autores especializados en el género noir básicamente empleaban una trama de suspense e intriga para sacar a la luz las miserias e inmundicias presentes en el sistema. La tradicional bondad y solidaridad comunitaria daba paso a una creciente deshumanización radicada en las grandes ciudades, hogar tanto de entrañables familias como de extraños personajes que se veían atrapados por el voraz apetito urbano, que engullía con insaciable hambre el alma de los ciudadanos, dando lugar de este modo a una serie de individuos desalmados e incontrolables que ponían en peligro la estabilidad de la sociedad.
Partiendo de esta base, un joven Jules Dassin dirigió a finales de los años 40 una de esas películas que marcaron época en el cine en EEUU. Producida por una Major como la Universal Pictures, Dassin unió su talento con el del productor Mark Hellinger para dar a luz una obra que se desmarcaba profundamente del cine clásico de Hollywood para abrazar el realismo que brotaba de las cintas europeas. Porque La ciudad desnuda es, ante todo, un fresco de incalculable valor etnológico que muestra la realidad cotidiana de la ciudad de Nueva York de los cuarenta, sustentando esta pretensión principal con el revestimiento de una intriga policial «hard-boiled».
Ya desde la primera secuencia, una magnética toma en helicóptero que muestra los impresionantes rascacielos de la isla de Manhattan, la voz en off de Mark Hellinger (que además de productor hizo las veces de narrador omnisciente con una presencia continua y para nada molesta a lo largo del metraje del film con objeto de dar linealidad a la historia policial, así como para describir las costumbres enraizadas en lo más profundo de la sociedad urbana de aquellos años) lanza una declaración de intenciones al desmarcar el film del resto de producciones de la época, remarcando el hecho de que todos los escenarios fotografiados a lo largo del film no fueron rodados en estudio, sino que se ubican en las verídicas calles y vetustos edificios neoyorquinos.
La ciudad de Nueva York, de este modo se convertirá en el principal protagonista del film, resaltado este carácter por el hecho de que Dassin optó por no contratar a una estrella luminaria para protagonizar su película, siendo el único actor de facciones conocidas a nivel popular el gran Barry Fitzgerald (el amigo borrachín de John Wayne en El hombre tranquilo). La metrópolis es retratada en todo su esplendor, rebosante de vida como un ente extraño y curioso que devora con sus amenazantes fauces a los moradores más débiles, un sujeto sin substancia que edifica un pequeño paraíso para aquellos que sepan disfrutar de sus misterios ocultos, pero que cimienta igualmente un infierno en la tierra para los enfermos de soledad y afecto humano.
Así, la cámara de Dassin recorrerá con modernos travellings las calles plagadas de gente transitando sin descanso por las aceras, a niños jugando con el agua desprendida de las bocas de riesgo o saltando a la comba en medio de la calzada, a médicos atrapados en una red de engaños por haber dejado aflorar sus instintos más primarios o a los desquiciados ciudadanos aprisionados en asfixiantes vagones de metro y en viejos autobuses interurbanos. Igualmente Dassin no dudará en mostrar a policías pateando las calles en busca de cualquier pista que ayude a esclarecer el caso más oscuro, y todo ello empleando el sano recurso de entremezclar a los actores con la muchedumbre sirviéndose para conseguir este halo de verismo de unos innovadores planos cenitales al más puro estilo de la Nouvelle Vague. Porque podríamos calificar sin miedo a equivocarnos a La ciudad desnuda como la película fundacional de la corriente francesa, ya que ciertos planos de Los cuatrocientos golpes, París nos pertenece o Al final de la escapada son rotundos calcos de las secuencias fotografiadas doce años antes por Jules Dassin.
La inquietud de Dassin por retratar de forma fidedigna la vida de Nueva York queda confirmada por el hecho de homenajear al mítico fotógrafo Arthur Fellig al titular su obra del mismo modo que el libro de fotografía publicado por el reportero gráfico neoyorquino en el cual daba fiel testamento con fotografías de un realismo hipnótico del espíritu incrustado en el alma de la Gran Manzana.
Por si no fueran estos suficientes argumentos para hacer atractivo el film, argumentalmente Dassin tapizó su monumento a Nueva York con una trama de puro cine negro clásico, a través de la típica historia en la que un solitario y veterano policía (Barry Fitzgerald) colaborará con un novato e imberbe compañero (Don Taylor) que acaba de aterrizar en la comisaría y en la ciudad con su mujer e hijo con el objeto de resolver un enrevesado caso de asesinato cometido por un desconocido homicida (al cual el veterano Fitzgerald califica con el divertido nombre de McGillicuddy) contra una joven maniquí llamada Jean Dexter. Dexter representa la figura de la ilusionada emigrante aterrizada a la gran ciudad para vivir su particular sueño americano y que termina engullida por la decepción y los depredadores que habitan la gran capital.
Dassin recontruye con la precisión de un cirujano haciendo gala de un talento documental que podríamos emparentar con las obras de Henry Hathaway La casa de la calle 92 o Yo creo en ti, todo el protocolo que conlleva la investigación policial desde los primeros interrogatorios a los testigos que hallaron el cadáver, pasando por la búsqueda de pistas, la reconstrucción de los hechos, la identificación e interrogatorio de sospechosos, culminando con la detección y asesinato del culpable. Si bien la cinta deja poco hueco para profundizar en la psicología de los personajes principales, es cierto que esta carencia se cubre con la presencia a lo largo de la enrevesada trama de una galería de personajes y sospechosos que sirven para pintar un intenso collage de las personalidades que moraban los bajos fondos de la ciudad.
La intriga policial mezcla con habilidad una historia de infidelidades, mentiras y robos de joyas protagonizada por maleantes de poca monta con la del asesinato de la joven Dexter, siendo el personaje de la asesinada quizás el mejor perfilado a nivel introspectivo, a pesar de la ausencia física como figurante en el film (únicamente aparecerá en la escena inicial en la que seremos testigos de su homicidio). La ausencia física de la asesinada no es obstáculo para que Dassin retrate escrupulosamente la naturaleza del personaje por medio de la información emanada de los interrogatorios efectuados a sus allegados y conocidos, así como gracias a la maravillosa escena en la cual el personaje de Fitzgerald se reúne y charla al finalizar el día con los padres de la fallecida con el puente de Brooklyn como majestuoso y silencioso espectador (escena que por su potencia documental recuerda mucho al Manhattan de Woody Allen).
A diferencia de las películas puramente noir de los cuarenta, la violencia descrita en La ciudad desnuda por Dassin carece de elementos explícitos, siendo ésta un elemento el cual se percibe más que se muestra. De hecho, no es hasta los últimos quince minutos de la película cuando la historia tuerce la línea argumental documental hacia el «hard-boiled» extremo, poniendo Dassin de este modo la guinda a su pastel gracias a una potente escena de una poderosa violencia visual en la cual tras el descubrimiento del asesino y su posterior intento de fuga, los policías cazarán al delincuente en su huída en un absorbente tiroteo emplazado en un majestuoso puente de hierro. Es fácil atisbar en el final del film la influencia de La ciudad desnuda en películas de la talla de French Connection, Al rojo vivo o The man who cheated himself.
La película dio lugar unos años después al nacimiento de Naked city, una de las mejores series detectivescas de la historia de la televisión americana, cuyas trincheras sirvieron de hogar a nombres como Stuart Rosenberg, John Brahm o Arthur Hiller y que fue claro germen de la legendaria serie setentera Las calles de San Francisco. Por tanto, La ciudad desnuda es una película imprescindible para todo amante del género noir que marcó un antes y un después que cambiaría la forma de rodar cine en los EE UU. A los fans del noir les supondrá un auténtico deleite vislumbrar esta pieza de museo del cine americano ya que seguramente les vendrá a la memoria innumerables referencias de films posteriores. Así, sin La ciudad desnuda obras como Side Street, Pánico en las calles, Contrabando, Blast of silence o Brigada 21 hubieran deparado unos resultados radicalmente distintos a las conocemos hoy en día.
Todo modo de amor al cine.