En el año 1983 Shohei Imamura, uno de los nombres fundamentales de la nueva ola de cineastas que pusieron patas arriba del cine japonés en la década de los sesenta, se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes con La balada de Narayama, magnética obra basada en los trágicos poemas tradicionales japoneses escritos por Shichirô Fukazawa, que gracias a una puesta en escena desgarradora fundada en fotografiar en primer plano y escenarios naturales la actitud primitiva inherente al ser humano sigue siendo uno de los documentos más estremecedores acerca de la inhumanidad imperante en las sociedades que tienen en la miseria y en vetustas tradiciones ajenas a todo atisbo de racionalidad sus esquemas de ordenación. Es bien conocido que a finales de los años cincuenta, otro de los maestros del séptimo arte del país del Sol Naciente, este es, el pionero Keisuke Kinoshita ya había llevado esta leyenda japonesa al cine, construyendo una de las cintas más enigmáticas, plásticas, poéticas y preciosistas del cine japonés de todos los tiempos, sin duda una pieza única de arte japonés que transgrede los límites del arte estrictamente cinematográfico, puesto que vierte igualmente sus paradigmas estructurales hacia el mundo del teatro y la mitología medieval, casi en las mismas proporciones que su principal medio de expresión.
Es imposible que cualquier espectador fascinado con todo lo que tiene que ver con el arte procedente del lejano oriente no se sienta cautivado por La balada de Narayama de Kinoshita. Esta es una cinta radicalmente opuesta en la forma y puesta en escena de la criatura creada por Imamura en los ochenta. La balada de Narayama original es una obra de teatro fundada en los mandamientos del Ubasute japonés versado en narrar antiguas leyendas del Japón feudal a través de un benshi que canta como un trovador de la Edad Media el discurrir de la trama apoyado en los catatónicos sonidos emanados por un magnético Koto, proporcionando de esta manera tan poética y bella la información precisa para que la sinopsis avance como un riachuelo de bajo caudal que tranquilamente y sin prisas fluye con la velocidad con la que sucede el paso de las estaciones o lo que es lo mismo, la vida en su sentido más amplio. Todo en La balada de Narayama respira teatro y arte escénico, así podemos afirmar claramente que nos encontramos ante una obra de teatro japonesa más que ante una película.
Los bellos decorados en los que se hace sentir el carácter impostado del ambiente tanto interior como exterior puesto que se nota el rodaje en el interior de los poderosos estudios japoneses, esas luces de tono cromático carmesí hábilmente iluminadas para inquietar e hipnotizar al espectador con sus colores amarillentos y rojos tales como si de una incipiente flor ansiosa por asomar sus carnosos pistilos a la multitud o sobre todo esas transiciones puramente teatrales en las que un sencillo fundido o traslación de decorados dan paso a la siguiente escena como si de un enigmático telón invisible apareciera en pantalla son elementos que definen y singularizan a esta magna obra maestra del cine. No recuerdo una cinta en la que el lenguaje teatral impere al fílmico como propuesta narrativa que esta La balada de Narayama. Y esto no es una definición peyorativa del film, ni mucho menos, sino que es precisamente ese eje escénico el que convierte a la cinta de Kinoshita en una asombrosa e inigualable obra ajena al mortal efecto del paso del tiempo.
Si bien desde el punto de vista plástico y también narrativo la cinta de Kinoshita es una rara avis ajena a cualquier nexo o conexión estética con la cinta de Imamura, si nos ceñimos únicamente a la historia, en ambas se narra el poema tradicional japonés que versa sobre la vieja Orín, una anciana dueña del mísero molino del pueblo que espera impaciente el momento en el que tras cumplir 70 años pueda cumplir su anhelo de descansar como manda la tradición en el pacífico paraíso que representa el Monte Narayama. Así, según la vieja leyenda, aquellos ancianos que ya no puedan servirse por sí mismos y que por tanto supongan una carga para el sustento y supervivencia familiar podrán ser transportados por su primogénito con objeto de hallar el descanso definitivo en la cima del Monte Narayama. La vieja Orín, sin embargo se mantiene vigorosa y con fuerzas. Ostenta, a su pesar toda su dentadura intacta y continúa dirigiendo con mano y pulso firme las tareas del hogar. Pero pese a ello, la miseria que acompaña a su familia y su fe en la existencia de un paraíso terrenal que ponga fin a sus días de sufrimiento y trabajo inhumano insta a la vieja Orín a suplicar a su primogénito, tras la llegada al hogar de una viuda con la que el hijo de Orín (viudo igualmente de esposa) contraerá matrimonio, que cumpla la tradición de transportarla hacia la cumbre del Narayama. La actitud resignada, creyente y tradicional de Orín, chocará con la de su anciano vecino, otro septuagenario que a diferencia de Orín rehusará su traslado al monte de la muerte a pesar de las aspiraciones de su hijo, el cual no dudará en maltratar a su avejentado y pobre progenitor al que considera una carga inservible que únicamente provoca hambre en el seno del hogar.
Estas dos actitudes, la resignada de Orín con la rupturista de su vecino (un viejo mendigo que teme que tras la muerte no exista el paraíso prometido por los dioses) sirven para dibujar la bella metáfora plena de simbolismo que desprende el poema japonés que sirve de inspiración al film. Así del alma del argumento brota el dibujo de las ancestrales relaciones familiares existentes en la sociedad medieval japonesa de carácter eminentemente patriarcal en la que sobre el primogénito de la estirpe descansan los deberes y derechos de la familia. A diferencia de las complicadas relaciones fraternales que existían en la obra de Imamura, la cinta de Kinoshita huye de las luchas internas que estallan en el nicho familiar así como del desbordamiento pasional y erótico (con coitos primitivos casi animales) que subsisten en el film de los ochenta. Así el centro argumental del film de los cincuenta es sin duda la vieja Orín, personaje sobre el que pivotan el resto de intérpretes, que sencillamente desempeñan un papel accesorio al mismo. Lo que si comparten ambas obras es el retrato de la miseria y del hambre existente en la sociedad agrícola y medieval japonesa, de modo que el sustento vital dependía fundamentalmente del éxito de las cosechas de auto-consumo de arroz y trigo, claramente insuficientes para aportar los víveres precisos para subsistir, generando alrededor de las familias con un mínimo de prosperidad matrimonios en los que el elemento extraño buscaba más llenar la panza que su propio corazón. Así en una economía de mera subsistencia, se labró la leyenda de eliminar a los viejos inútiles con el fin de expulsar una boca a la que alimentar de la famélica economía familiar, amparándose en un dictado de los dioses que prometían un descanso placentero y eterno a los viejos huesos de los analfabetos campesinos de los campos de arroz.
El mito en el que se basa este poema hecho imágenes que es La balada de Narayama es sin duda uno de los más crueles cuentos acerca de la inhumanidad del ser humano. Un ser capaz de eliminar a sus ancianos en nombre de la supervivencia y el bienestar de los jóvenes. Una sociedad diseñada en el engaño de falsos ídolos anunciadores de paraísos celestiales ajenos a la vida terrestre que aniquila la dignidad que supone la vejez. Unos ancianos que sacrifican con alegría y convencimiento su propia vida, arrancándose incluso sus propios dientes, para tratar de propiciar caminos de felicidad a sus descendientes. Una ordenación a simple vista primitiva de la sociedad, que un simple vistazo a los nuevos hábitos sociales mantenidos en el progresista occidente del siglo XXI parece que no es tan prehistórico como nuestra mente nos hace creer. Y es que los asilos de ancianos con sus doctorados trabajadores y comodidades se han convertido en el Monte Narayama que sigue turbando con su presencia el seguro destino que el paso de las estaciones y del tiempo nos deparará a todos nosotros. Porque todos acabaremos habitando ese Narayama, frío, silencioso, misterioso. Un hábitat que únicamente espera nuestras dentaduras postizas y bastones de madera para cobijarnos en sus frías paredes hasta que el último aliento haga su espiración.
Y esta triste epopeya jamás fue llevada a la pantalla de una forma tan maravillosa, artística y exquisita como la del viejo maestro Keisuke Kinoshita, que fue capaz de idear una obra maestra singular y sensible titulada… La balada de Narayama.
Todo modo de amor al cine.
Ante la inmensidad de las profundidades del ser humano en un estado primitivo de vida, el film nos llega en una puesta de escena de obra maestra. No podemos cerrar nuestros ojos, ante esa vida humana sin razonabilidad y primitiva pero la «balada de narayama», nos marca tambien nuestro destino ultimo en caer, en las hoy montañas del dios – los geriatricos-Un film eterno para los ojos humano.