Fruta prohibida es una película muy importante en la historia del séptimo arte japonés. Fue rodada en una época donde el clasicismo y contención inherente del morador oriental, telegrafiado a través de una observación reflexiva y silenciosa de la realidad, fue dando lugar a otra forma más vehemente y occidental de enfrentarse con ese mismo contexto mediante impresiones animales, violentas y explícitas que captaban la esencia de una sociedad que sufrió en apenas un lapso de una década una transformación atómica y salvaje que alteró la naturaleza de todo el país. Así, si bien los gérmenes de la Nueva ola del cine japonés se sitúan alrededor de 1960 con la producción de la imprescindible The Warped Ones, me atrevería a afirmar que con Fruta prohibida el cine japonés perdió esa inocencia no contaminada de influencia occidental posibilitando, gracias al atrevimiento de Kô Nakahira, que la auto-censura sexual y desgarradora presente hasta ese instante en el melodrama japonés fuese desgajada de una sola y precisa puñalada en virtud del tremendo éxito cosechado por la cinta protagonista de esta reseña.
Lo primero que llama la atención de esta espléndida pieza de museo del arte cinematográfico nipón es sin duda su arranque. Sí, porque las melodías emanadas de esos ancestrales Shamisén y Koto que solían acompañar a unos minimalistas títulos de crédito serán suplantadas por los compases de un humeante saxo que entonará unos seductores acordes de jazz mientras el protagonista de la historia navega sin rumbo y con cara descompuesta en una solitaria lancha motora a través de la noche. Esta carta de presentación, más ligada al cine de terror que al melodrama, será la introducción perfecta para arrancar la fábula narrada por Kô Nakahira que vista de modo superficial girará en torno a la típica historia de alumbramiento amoroso adolescente protagonizada por dos hermanos pertenecientes a una floreciente familia burguesa originada de las ruinas de la posguerra. Una de las virtudes de la película procede del dibujo de ambos hermanos como dos claros antagonistas. En este sentido se nos presentará al hermano menor Haruji como un espíritu inocente y virginal poseedor de un temperamento excesivamente romántico y que por tanto aún no se ha enfrentado a los problemas y responsabilidades congénitos al crecimiento vegetativo y a la madurez. Por contra, el hermano mayor Natsuhisa se perfilará como esa juventud japonesa displicente, vaga, ociosa, arribista y frívola más interesada por adoptar los patrones de comportamiento de los adolescentes estadounidenses que en cultivar el esfuerzo, el sacrificio y las tradiciones inscritas en la filosofía oriental.
De este modo la narración arranca mostrando a ambos personajes en plena carrera por los pasillos de una estación de tren a la que se dirigen a toda prisa para tomar un vagón con dirección al albergue veraniego playero donde tanto Haruji y Natsuhisa pasarán sus vacaciones de verano. Mientras Haruji se muestra tímido y prudente, debido a sus reticencias a que en los paseos por velero los amigos de su hermano mayor traigan consigo a chicas de dudosa reputación, Natsuhisa responderá a su pariente dando muestras de su superficial y vacío carácter moldeado para disfrutar sin freno de la diversión dispensada por su pandilla de insustanciales amigos. Sin embargo, con la llegada de los hermanos a su destino, Haruji topará accidentalmente su destino con una bella joven, más mayor que él, de la que quedará prendado súbitamente.
Si bien este amor platónico se irá desvaneciendo a medida que los hermanos se integran en el ambiente recreativo y pandillero típico del verano, el re-encuentro de Haruji en medio del mar con la bella dama de sus sueños prenderá la llama del deseo y la atracción sexual enfermiza en el imberbe mancebo. Así, solo conoceremos en un principio el nombre de la bella sirena que con sus cantos ha atrapado el corazón del inocente adolescente. De este modo Eri, que así se llama la dama, emanará como una misteriosa mujer que aparenta estar disfrutando de un merecido retiro vacacional con un grupo de amigos, pero cuyas reticencias a mostrar su verdadero rostro harán sospechar que algo esconde tras su angelical tez. Unas sospechas que serán sacadas a la luz por el más experimentado Natsuhisa, quien tras comprobar con envidia la conquista de en su en principio casto hermano, perseguirá a Eri con intenciones lascivas, iniciando pues una relación puramente sexual y arrebatada, que se enardecerá cuando el sagaz Natsuhisa descubre que Eri es en realidad la esposa de un avejentado occidental.
A través de esta sencilla historia muy trillada en el ambiente del melodrama clásico estadounidense, Nakahira logró cocinar un plato picante y diferente. Puesto que lejos de encontrarnos con una cinta convencional ya mil veces vista a lo largo de la historia del cine —la del triángulo amoroso vertebrado por la lucha de dos hermanos por una mujer fatal que sabemos finalmente acarreará consecuencias nefastas en el devenir de la relación fraternal—, la cinta pivotará sobre este enrevesado hecho romántico para verter una de las más precisas denuncias en contra de la occidentalización de la sociedad japonesa. Una denuncia terriblemente inteligente al emplear para demonizar el carácter achacoso insuflado en la nación japonesa por la conquista cultural americana, precisamente una narración occidental muy moderna y dinámica emparentada para mi gusto con esa visión irreal e idealizada del American Way of Life llevada a cabo por el maestro Douglas Sirk en sus melodramas para la Universal producidos en los años cincuenta. Un envoltorio que se mezclará con esa rabia y rebeldía emanada del cine de Nicholas Ray con su Rebelde sin Causa como claro manual de seguimiento.
Porque esa Fruta prohibida que da título a la película, cosechada bajo el rostro de la bella y misteriosa Eri, brotará como una metáfora de los deseos pecaminosos e irracionales de la sociedad japonesa por querer abrazar las tentaciones traídas a la isla por los conquistadores estadounidenses. Así, Eri será pintada como ese trofeo adquirido por el antiguo enemigo convertido hoy en un amigo no deseado. Una Eri que acabará con la inocencia y unión inseparable existente entre Haruji y Natsuhisa, demoliendo todo vínculo fraternal y de amor entre ambos. Porque Eri representa esa manzana que todos morderíamos si nos encontráramos en el paraíso. Y es que Eri encarna a ese capitalismo incipiente que devoró todo síntoma de solidaridad en el Japón de posguerra condenando al ostracismo a aquellos que seguían fieles a los dictados del bushido. Un capitalismo que alberga ese estímulo que bajo la apariencia de una falsa rebeldía y aparentes cantos de libertad del cruel yugo de la tradición, terminará desembocando en una espiral de violencia, celos, cataclismo familiar y finalmente muerte, logrando así su principal objetivo que no es otro que el de insertar en el mundo el caos, el frenesí y crueldad necesarios para alimentar al propio sistema de su principal sustento: el fracaso del humanismo y la compasión.
A la atractiva alegoría encerrada en la robusta armadura que sostiene la columna vertebral del film, hay que añadir la espléndida fotografía que engalana la obra. Una fotografía de tonalidad muy negra que refleja con mucho acierto el abandono a la pasión y al sexo de los personajes a través de unos primerísimos y sudorosos planos de los rostros desencajados por el deseo del triángulo protagonista. Del mismo modo, la foto capta a la perfección el ambiente vacío, trivial y tedioso de una juventud solo preocupada por lo vano. Abandonada pues a los placeres de la vida ligados al ocio, al esquí acuático, las fiestas nocturnas y los coitos nocturnos enterrados bajo la arena de la playa. Así, ello será descrito con clase y elegancia gracias al magnífico guión que vertebra el compendio, siendo especialmente atinada la escena inicial de reunión pandillera donde a través de un montaje cortante de inspiración soviética Nakahira perfilará con precisión los anhelos y achaques de una adolescencia totalmente narcotizada por la influencia americana.
Pero sin duda la escena más impactante, y que por tanto quedará grabada en la memoria a largo plazo de cualquier cinéfilo, es sin duda la que culmina con una coherencia atroz esta maravillosa obra de arte. Y es que sin duda, ese final acuático donde la soledad emanada del profundo océano será ultrajada por el choque y posterior ruptura del triángulo amoroso trazado por el compás de Nakahira, se alza como esa minúscula esperanza en el Japón tradicional capaz de desgajarse de los vicios extranjeros. Una separación que como todos los alzamientos a lo largo de la historia solo podrá ser lograda con la violencia extrema. Un final honesto y congruente con la intención de denuncia que encierra la cinta.
Todo modo de amor al cine.