Para un servidor el maestro Ernst Lubitsch fue ese grano en el culo que Hollywood consintió no extirpar a pesar del dolor que suponía para los grandes magnates de los estudios conservar como asalariado a un autor rebelde y radicalmente independiente de los mandatos escritos desde los despachos sitos en las oficinas de esas «majors» que con instinto dictatorial marcaban el ritmo de producción a los más adoctrinados artesanos empleados por cuenta ajena. Y es que Lubitsch aterrizó en los Estados Unidos convertido ya en una luminaria que ostentaba una más que aclamada carrera tanto por la crítica como por el público en su Alemania natal. El de Berlín era por tanto una estrella que nada tenía que demostrar en su arribo a la tierra de las oportunidades a esos productores que buscaban en sus producciones la chispa de vanguardismo que el arcaico cine mudo de los años veinte comenzaba a demandar. El director de El bazar de las sorpresas fue quizás el primer cineasta que logró ser catalogado con la etiqueta de autor, firmando sus obras en la mayoría de los casos con la apostilla Lubitsch’s para denotar que el público que acudiera al cine a contemplar el producto de su arte iba a visionar una película con todos los ingredientes, ironía, picante, insinuación, juegos con dobles y triples sentidos y libertad que marcaron ese toque Lubitsch que dibujaría con cierta mala leche, pero también con una visión esperanzadora y vitalista de la existencia insuperable, la idiosincrasia de la puritana sociedad americana de los años treinta y cuarenta hasta que su temprana muerte segó una carrera de una modernidad impecable ajena a los efectos del paso del tiempo.
En este sentido El príncipe estudiante destaca como una de las mejores obras de la etapa muda de este artista irreverente y transgresor formando junto con El desfile de amor, La viuda alegre y Amor eterno parte de una serie de operetas de talante prusiano que sirvieron al alemán para rendir un sentido homenaje al primitivo cine de otro de los genios malditos del silente americano como fue Erich Von Stroheim. Partiendo de un espléndido guión firmado por Hans Kraly, Lubitsch alcanzó uno de los cenit de su especial arte tallado con un estilo muy sofisticado así como una pureza que se desviaba de las más impersonales comedias románticas cinceladas en los estudios norteamericanos a lo largo de la década de los años veinte. Quizás en El príncipe estudiante aún no estaban presentes esas gotas de ironía, sarcasmo y cinismo que transformaron al alemán en uno de esos directores ineludibles a la hora de estudiar la evolución histórica del séptimo arte, si bien si que se atisba en la misma esa modernidad carente de rígidos corsés y rutinarios convencionalismos y sí abundante de un fresco aroma romántico aderezado de un singular ingenio a la hora de convertir una historia corriente en una epopeya descomunal y atrevida que desata esa astucia artística innata en los más grandes narradores de la cinematografía mundial. La cinta narra una triste fábula protagonizada por un apocado y timorato príncipe heredero de una dinastía europea que experimentará una fracasada historia romántica con una plebeya sin sangre azul en sus venas, pero con todo el ardor que el color rojo de su flujo sanguíneo inspira en su apesadumbrado enamorado, debido a esas obligaciones que el linaje, los protocolos y la tradición ancestral impone a los integrantes de su casta.
Si bien la trama no parece aportar nada novedoso en lo que respecta al embalaje superficial del argumento, la experiencia y el talento de Lubitsch permitieron que lo corriente se vistiera de insólito construyendo así una comedia melodramática de una sensibilidad supina que encierra esa moraleja tan del gusto de los grandes maestros de origen europeo que emigraron a las Américas acerca de la desdicha congénita en las clases nobles y adineradas que a pesar de vivir una existencia placentera y distendida gracias a la abundancia de riquezas y dinero, en realidad este fugaz bienestar esconde una tristeza y depresión impuesta por la falta de libertad, los miedos y las frustraciones que subyugan las posibles vías de escape de esta arcaica aristocracia hacia terrenos menos seguros pero más afortunados.
La cinta arranca de manera portentosa gracias a un ritmo trepidante y dinámico totalmente alejado de la rigidez dogmática del cine mudo. Para ello, el autor de El diablo dijo no utilizó un montaje novedoso, tejido por el hilo de pequeños y afilados cortes de escena que consiguen hacer fluir la trama sin descanso ni pausas, dando de este modo una sensación de velocidad ciertamente estimulante. Sin apenas emplear intertítulos para informar al espectador de los acontecimientos tan dispares fotografiados por el genio, siendo por tanto los movimientos de cámara el medio utilizado por el maestro para comunicar al espectador exclusivamente mediante imágenes que irradian la sapiencia narrativa de un pionero del cine, el berlinés aporta toda la información que el público precisa para perfilar a los distintos personajes que aparecen en pantalla. De este modo conoceremos a los moradores de un pequeño reino centro europeo regido por el Rey Karl VII, un monarca solitario, insensible y algo agrio quizás debido a la ausencia de alegría que impone la falta de descendientes de su propia sangre. Sin embargo el ambiente del lugar se sacude el gélido talante de su rector al recibir al heredero al trono y sobrino del soberano Karl Heinrich (heredero que adopta el rostro gélido del primer Ben-Hur, Ramón Novarro, en un papel que encajaba en su figura como anillo al dedo).
Heinrich es un niño huérfano de padre educado bajo los estrictos dictámenes de su tío en aras de su más que futuro puesto como regente del principado. Por consiguiente, el pequeño Heinrich jamás conoció el afecto y el cariño alejado del protocolo y el orden establecido emanado desde el corazón no manchado de interés de sus semejantes, observando pues desde la distancia de su fría reclusión en la habitación de su mansión escuela como los demás niños de su edad disfrutaban de la libertad y los recreos inherentes a su edad infantil, gozando al contrario de la compañía y juegos de unos adultos no educados en las artes infantiles. Estos primeros minutos de presentación, filmados con una mirada melancólica y tristeza escalofriantes por un Lubitsch malvado que no deja espacio para que brote el optimismo, darán lugar a una gigantesca elipsis de modo que ya un joven príncipe será enviado a Heidelberg para desempeñar sus estudios universitarios contando para ello con la compañía de su educador Friedrich Jüttner, sin duda la única figura picante y afectuosa presente en su apenada infancia.
Así, la marcha hacia la universidad constituirá un oasis pleno de libertad donde olvidar la falta de libertad y mordazas diseñadas por su tío que impidieron brotar el cariño, la diversión y el desenfreno característico de todo joven vitalista y alegre. De las juergas compartidas con los demás estudiantes y también con su mujeriego tutor Friedrich, Karl Heinrich conocerá a Kathi una joven que labora en la posada propiedad de su tío a la que acuden los jóvenes a embriagar su felicidad. De este modo el heredero vivirá una bonita y sincera historia de amor que sin embargo será interrumpida repentinamente por la enfermedad de su tío, que provocará que Heinrich abandone este paraíso de libertad representado por Heidelberg para atender sus obligaciones dinásticas. No obstante, la nostalgia de los buenos momentos vividos en su retiro estudiantil incitarán al príncipe a abandonar la corte en busca de su amada y su dicha. Pero la muerte del rey hará inevitable la renuncia del futuro monarca a su amor en favor de sus obligaciones gubernamentales, declinando de este modo a satisfacer su ventura individual por la rutina y la depresión de las tradiciones monárquicas.
El príncipe estudiante constituye una obra moderna y terriblemente romántica narrada con una sensibilidad emocionante por un Lubitsch enamorado de sus personajes. El autor de Ser o no ser evita ese sarcasmo y parodia tan presente en sus posteriores obras sonoras para tejer una fábula moral vibrante y enternecedora que resalta el patetismo de una vida abandonada a los deberes y compromisos frente a la libertad de elección que representa el amor verdadero. Uno de los puntos más fascinantes de esta espléndida obra de arte es su perfecta combinación de comedia costumbrista y melodrama romántico sin que en ningún instante la trama caiga en el pozo sin fondo de la sensiblería barata ni la farsa decadente, ridiculizando los corsés y tics de una clase imperial absorta en sus deberes de casta y por tanto totalmente despegada a la vitalidad anexa a la propia definición de vida.
Igualmente la cinta ofrece toda una gama de técnicas narrativas y de montaje que no tienen desperdicio alguno. Así hallaremos hipnóticos movimientos de cámara —desde ingeniosos travellings que sirven para describir la galería de personajes ubicados en un determinado ambiente, pasando por una innovadora y sutil puesta en escena en la que se empieza a percibir ese gusto por la acción fuera de campo marca de la casa Lubitsch—, pero también sofisticados y elegantes planos americanos siempre en movimiento para dinamizar la trama evitando de este modo los corsés del plano fijo típico del cine mudo, pero también excelentes fundidos y toda una galería de experimentos cinematográficos que convierten El príncipe estudiante en una de las primeras obras del silente que admiten ser catalogadas con el término cine moderno.
De un revestimiento ciertamente melancólico —obtenido gracias a la espléndida recreación de Ramón Novarro como ese infeliz príncipe heredero de ojos tristes— y una delicadeza arrebatadora, El príncipe estudiante se alza como una hermosa pieza de ese melodrama mudo edificado en los instantes que precedieron a la llegada del cine sonoro, con todas las virtudes y bondades obsequiadas por un narrador sin parangón que gracias a su innato talento para exhalar el dolor y la alegría de unos personajes memorables legó al cine una obra atemporal de rotundos y sugerentes resultados que deja un poso de abatimiento y aflicción, pero que también invita a la reflexión alertándonos que la renuncia a la comodidad y el riesgo es a veces el único medio transmisor del más esencial sentimiento que posee el alma humana: la felicidad asociada al amor eterno. Sin duda, el maestro Lubitsch logró con su El príncipe estudiante una de las mejores películas del cine silente de todos los tiempos, objeto de un remake posterior dirigido por Richarh Thorpe así como a infinidad de libres homenajes como ese Príncipe de Zamunda que adoptaba el rostro de Eddie Murphy.
Todo modo de amor al cine.