Sin ostentar la fama de sus coetáneos Jean Renoir, René Clair o Marcel Carné, no me cabe duda que Julien Duvivier fue uno de esos directores que lideraron ese cine francés producido en los años treinta, que una vez destruidas las rigideces conceptuales y narrativas asociadas al silente lograron construir una nueva forma de confección cinematográfica que aunaba la vanguardia que triunfaba en los ambientes bohemios franceses antes del estallido de la II Guerra Mundial —el dadaísmo fue una corriente que influenció sobre manera a esa generación de cineastas galos a la que perteneció Duvivier— con un naturalismo libertador que no hacía ascos a mostrar escenas naturales carentes de artificios y maquillajes —incluso alguna secuencia erótica que ni en sueños podría haber sido rodada en el Hollywood de esa época— que sería un claro antecedente del neorrealismo que surgió en la Italia de los años cuarenta.
Duvivier inició sus pasos en el panorama cinematográfico en el cosmos del cine mudo de vanguardia, compitiendo de tú a tú con unos novatos Renoir y Clair por el título de promesa del cine francés. Sus primeras incursiones en el cine sonoro denotaban la garra y el sentido animal de un cineasta inconformista e incómodo, que igualmente radiografiaba el patetismo y las miserias presentes en la sociedad francesa con una mirada desgarradoramente cruel y realista que se atrevía a filmar el via crucis de Jesucristo en su magnífica Golgota desde una perspectiva claramente humanista y cercana que huía por tanto de toda divinidad religiosa tal como unos años después realizaría Pasolini en su Evangelio según San Mateo. Sin duda sus dos películas más populares rodadas en los años treinta fueron La bandera y Pepe Le Moko, ambas protagonizadas por el legendario Jean Gabin, versando la primera sobre un expatriado que se enrolará en la Legión Española —y por tanto una película muy popular en nuestro país—, mientras que sobre la segunda sobran las palabras ya que además de remake estadounidense de resultados muy inferiores al original, es una de esas películas que aparecen año tras año en los famosos listados de las cien mejores películas de la historia del cine para los autores de estos compendios. Con el estallido de la II Guerra Mundial, Duvivier aterrizó en Hollywood donde dejaría su seña de identidad en dos cintas que combinaban fantasía con realismo y que forman parte por méritos propios de ese grupo de producciones de los años cuarenta que marcarían diferencia con respecto a otras obras de talante más artesanal, como fueron la episódica Seis Destinos y la fantástica y también película de episodios y destinos cruzados Al margen de la vida.
Finalizado el conflicto armado, Duvivier retornó a su país de origen cambiado. El realismo inicial de su arte dio paso a una mirada más fantasiosa y espectral —si bien igualmente crítica contra la hipocresía y mezquindad existente en el ser humano—, y su cine tornó a un ambiente más negro y derrotista, hecho que propició el nacimiento de una serie de films que bajo la máscara de películas de suspense encerraban crudas metáforas acerca de las bajezas y ruindades que atenazan la libertad y el libre albedrío —Pánico (adaptación del Monsieur Hire de Simenon), Almas perversas o Cena de acusados son perfectos ejemplos de esta nueva visión más pesimista originada en el crepúsculo de la carrera del autor de Carne de perdición—. Con la llegada de la Nouvelle Vague, Duvivier fue desterrado de la popularidad de la que gozó a lo largo de toda su trayectoria por esa nueva generación de cineastas que arrasaron con todo lo establecido, tal como sucedió con compañeros como Carné o Allégret. Si bien llegada la decadencia de esta generación de revolucionarios cineastas y gracias a las reivindicaciones de nuevas generaciones de cinéfilos, el arte de Duvivier sigue igual de vivo que hace setenta años, siendo uno de esos cineastas a los que siempre es un gusto redescubrir con sus mejores aportaciones cinematográficas.
Para homenajear a este director de cabecera, he elegido una de sus últimas aportaciones al cine mudo: la hipnótica El paraíso de las damas, cinta que adaptaba al cine la novela de Emile Zola, y que fue objeto de un posterior remake protagonizado por Michel Simon producido en los últimos días de la ocupación nazi de París. Uno de los puntos que mejor describen la grandeza de esta fantástica película de cine mudo es su perfecta adaptación en imágenes del universo ideado por el maestro Zola.
Así como conocerán los lectores que se hayan cautivado con la prodigiosa novela del autor de Therese Raquin, la trama versa la historia de Denise, una joven e ingenua huérfana que abandonará su pueblo natal situado en las provincias para aterrizar en el bullicioso y peligroso París de la época, un lugar plagado de vampiros capitalistas anhelosos de aspirar la inocencia de los recién llegados en su propio provecho. En estas secuencias de apertura, Duvivier mostrará su talento para captar la esencia de los parajes que escenifican su historia gracias a unos fantásticos y naturalistas planos rodados en el exterior que muestran la alegría, el gentío y también el caos imperante en las calzadas de una capital francesa sobrecargada de tranvías, taconeo de zapatos, anuncios adornados con luces de neón que sacian los apetitos capitalistas y tropeles de ciudadanos que chocan sus inertes hombros contra los pasos desorientados de la joven Denise, sin duda toda una metáfora de la inhumanidad presente en las grandes urbes occidentales. Así, tras sortear los tumultos que se agolpan en las aceras la cándida pueblerina —que adopta el rostro de la sex symbol Dita Parlo que seguro recordarán por su papel en la emblemática L´Atalante— arribará a la crepuscular tienda de retales de su tío tras haber recibido una carta en la que su pariente ofrecía a la bella Denise una oferta de empleo.
Sin embargo, el negocio familiar se encuentra en serio peligro de extinción debido a la apertura en la acera de enfrente de unos grandes almacenes llamados El paraíso de las damas, un establecimiento de dimensiones descomunales que se jacta de tener en sus intrincados pasillos y laberintos de tiendas el material que soñaría poseer toda distinguida señora que se precie ir a la moda. Por consiguiente, la inauguración de los grandes almacenes con sus hipnóticas técnicas de captación de clientes y la ambición de sus gerentes ha puesto en riesgo la existencia de los pequeños negocios familiares como el que regenta el tío de Denise, generando en este sentido los inconvenientes asociados a la necesidad bajo la forma de una imperante carencia de ingresos, pero también del abandono del futuro yerno del propietario de la tienda, que ante la enfermedad de su prometida y prima de Denise así como los efectos del poderoso influjo del dinero decidirá abandonar a su enfermiza novia para caer en los brazos de una ambiciosa modelo que ejerce de maniquí en las exuberantes pasarelas de El paraíso de las damas. En el transcurso de la epopeya, Denise comenzará a trabajar como modelo en los almacenes competidores de su tío para así aportar el dinero necesario con el que mantener la economía familiar, cayendo bajo los brazos del joven gestor de la firma de modas, un ambicioso e intrigante capitalista que inicialmente deseará únicamente obtener el favor sexual de su dócil partenaire para posteriormente rendirse ante los encantos de Denise. Ello provocará que su ambición mercantilista sea finalmente derrotada por el aroma del amor verdadero, si bien toda una serie de insidiosos personajes dificultarán el trayecto amoroso disponiendo infinidad de obstáculos para que el mismo no triunfe finalmente.
Lo primero que llama la atención del ropaje visual del film es sin duda su modernidad dogmática, lograda no solo gracias a un montaje ciertamente innovador que capta a la perfección el ambiente urbano de un París sin alma —montaje que me recuerda a dos grandes monumentos del expresionismo alemán como son Berlín sinfonía de una ciudad y Asfalto—, sino también mediante unas interpretaciones más propias del cine sonoro que del mudo así como gracias a una puesta en escena que huye de toda rigidez para verter dinamismo vanguardista por razón de unos movimientos de cámara trepidantes que combinan los planos cortos con unas espectaculares tomas en grúa siempre en continuo caminar inspirados en la corriente dadaísta que cultivó Rene Clair en su aclamada Entreacto, fusionando pues esas imágenes obtenidas a cámara muy lenta que posteriormente perfeccionaría Jean Vigo en sus portentosos cortometrajes con otras secuencias aceleradas y nerviosas que se adornan con esos cortes instantáneos e hipnóticos tan del estilo del cine soviético silente de los años veinte. En este sentido, no puedo olvidarme de la inspiradora secuencia de la fiesta campestre rodada a las orillas del Sena en la que los amantes protagonistas del film vivirán una imborrable y soleada jornada entre feriantes y alegres jóvenes repletos de vida. Secuencia rodada con tal sentido naturalista e iconoclasta por Duvivier que me evoca indudablemente a el A propósito de Niza de Vigo.
Además de su espectacular vestido visual, otro de los grandes méritos del film es sin duda su perfecto tejido argumental que aúna de un modo muy entretenido el melodrama con el cine de denuncia social, ya que por un lado el argumento dibujará la historia de amor y desamor experimentada entre Denise y ese empresario inicialmente despótico que acabará rendido ante la frágil mirada de su enamorada, trama que lejos de caer en los brazos del folletín es desarrollada por el autor de Pepe Le Moko con una maestría y talento ajeno a tópicos y sentimentalismos. Y por otro Duvivier bosquejará el ambiente rastrero presente en unas altas esferas de la sociedad francesa conquistadas totalmente por el frío capitalismo, lanzando así una afilada denuncia de la ceguera que el poder, el dinero y la ambición provoca en la mirada del ser humano. Uno de los aspectos que más me gustan del film es la elegancia con la que hila esa alegoría que asocia la inhumanidad con el capitalismo mostrando para ello las caras enajenadas de los clientes que se agolpan frente a las puertas de los grandes almacenes que dan título a la obra, llevando a cabo con esta técnica narrativa tan sencilla una perfecta descripción de los personajes y alucinaciones nacidos al amparo del brillo del dinero.
Igualmente, la cinta posee numerosos matices que otorgan el protagonismo a la insinuación y al simbolismo frente a la elucubración explícita de los hechos narrados, aspecto inherente a la puesta en escena silente que estiliza las aristas del film. Duvivier da muestras en todo momento de su capacidad como narrador de historias, adaptando a su particular universo las letras surgidas de la mente de Zola, sombreando con su carácter pasional e inquieto el aura de los distintos personajes protagonistas de la trama. El francés demuestra así su talento para emanar emoción desde la austeridad más extrema, encarnando la pureza seminal del cine en su sentido más amplio y radical, es decir, aquel cine comprometido con su tiempo y con la sociedad más desfavorecida logrando este oculto objetivo a través del quebranto de la línea argumental principal basada en la fidelidad del arquetipo que moldea el melodrama.
En buena medida, El paraíso de las damas alumbra sus meritorios brillos gracias a la insobornable capacidad de un cineasta de culto para crear una obra poliédrica que no se ha dejado erosionar por el paso del tiempo desde los conceptos tradicionales que ostentan mayor aceptación popular, resultando de este inspirado cocktail una obra que integra en su molde todas las virtudes que marcaron al cine francés para la posteridad mediante unas señas de identidad irrepetibles y pioneras que darían lugar a una forma de concebir el cine forjadora de nuevos talentos a lo largo de la geografía mundial. De este modo la cinta aparece como un perfecto ejemplo de esa derivación torcida que el nacimiento del cine sonoro ocasionó en el tardío cine mudo que aún se atrevía a cultivar un pequeño grupo de outsiders en continua lucha contra lo convencionalmente establecido.
Todo modo de amor al cine.